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Hubo una Edad Mítica, olvidada, en la que dioses, humanos e inmortales convivían no siempre pacíficamente… Escuchad, mortales, el canto del bardo.
La tierra gime y llora salvajemente, Señora. Las cosechas se hielan en los campos de labor mientras buscas a tu amada hija por todo el orbe mientras los dioses y mortales te observan preocupados y temerosos.
Perséfone ha sido encadenada a los Infiernos por un amor oscuro y prohibido, la Hija de la Diosa de la Cosecha se ha convertido en La Reina de los Muertos. Maldices la tierra y en ella nada brotará hasta que tu mano siembre en ellas las semillas de la vida y de la tierra se alzan los lamentos de las madres implorando por sus hijos, Deméter.
Te conmueven sus ruegos porque eres madre, más sabes que no puedes mostrar debilidad ante los mortales ni ante los nuevos dioses que intentan arrebatarte tu lugar de Diosa Primordial. Que insulsos dioses varones blandan espadas y rayos mortíferos, tú eres la señora de la vida, todo lo que respira lo hace con tu consentimiento, lo que expira lo hace bajo tu guadaña.
Tu piel es la tierra negra y tus cabellos son campos de trigo, viñedos y bosques tan profundos que sólo tu pie inmortal ha mancillado, tu voz es el susurro del viento y el bramido salvaje del océano. Eres la Diosa. Y tu hija regresa a ti durante seis meses.
En tu generosidad infinita creas el estío y la primavera. La primavera cubre la tierra de flores para celebrar la inocencia y el renacer de Perséfone, el verano de calidez dorada y de frutos.
Y el otoño cubre de hojas muertas la faz de la tierra.
Y el Invierno de muerte blanca y fría te lleva a un letargo que nunca has conocido antes… o tal vez si.
Mientas duermes para los dioses y mortales tú eres la inocente Perséfone compartiendo un lecho sembrado de flores y hojas secas con Señor de los Infiernos y juzgando a los Difuntos.
Eres la Reina Negra, Hécate.
Tu mano es la gélida muerte porque tú siegas con tu guadaña aquello que has sembrado.
La diosa escuchó con agrado la antigua invocación de sus sacerdotes y su mano invisible acarició a su elegida en sueños sabedora de que la joven no la iba a defraudar.
A sus pies un mar salvaje y embravecido batía sobre las negras rocas del alto acantilado desde el cual ella observaba fascinada la marea, escuchando un canto delicioso y encantador en una lengua no humana… Las Mujeres del Mar la llamaban, la invitaban a unirse a ellas en su extraño e inmenso reino submarino. Alaida no vio tres naves atlantes que navegaban hacia la costa… Elegantes navíos de madera de ébano con velas níveas como ningún habitante de Oestrimnys había contemplado en muchas generaciones. Durante una fracción de segundo su mirada se centró en los barcos, luego inclinó delicadamente el cuello hacia delante y sintió que el mar tiraba de ella…
El sol estival acariciaba su blanca piel y sus pies descalzos se hundían en la fina arena. Ranald y Bran cogían percebes y mejillones de las rocas resbaladizas lamidas por las olas; ambos eran nadadores expertos y Alaida estaba tranquila. Le gustaba sentir el agua salada y muy fría en contraste con la arena ardiente. Gaviotas blancas volaban en amplios círculos y una suave brisa salada agitaba los cabellos cobrizos de la muchacha y su túnica de lino sin teñir.
-¡Alaida! Ven hasta aquí, no tengas miedo-. La llamó Ranald, su prometido desde que ambos eran unos niños.
Alaida escuchó su risa y lo miró con sus grandes ojos azules. Deseaba unirse a ellos pero no era una buena nadadora y temía… El agua no cubría para llegar hasta las rocas aún así se sentía inquieta, tenía un nudo en el estómago. El mar era demasiado traicionero. Ranald y su hermano tardaban demasiado; sus padres y parientes se enojarían y con mucha razón.
-Déjala Ranald, Alaida le tiene miedo al agua- oyó que decía su hermano Bran-Nunca ha aprendido a nadar bien.
-No necesita saber nadar, es la muchacha más preciosa que he visto jamás- replicó Ranald
Bran rió divertido.
-Tampoco has visto muchas mujeres que digamos -replicó- Una vez encontré a una mujer de Kemet en una ciudad del interior, era la esclava de un hombre rico que la había cambiado por oro…
-Kemet… no me suena, amigo mío.
-Se trata de una tierra muy lejana, al otro lado del mar oriental.
-Algún día conoceré todos esos lugares y tu hermana también; te aseguro que tu hermana es mucho más bella que esa mujer de Kemet.
El corazón le dio un vuelco en el pecho, sentía un dolor tan agudo como si le hubiesen clavado una daga. Ranald, cuidado, algo va terriblemente mal…
-Hablas sin conocimiento, sólo has visto a Alaida y a las mujeres de nuestra Aldea y a las de las Aldeas cercanas.
-Para mí es suficiente, algún día te enamorarás y me comprenderás, Bran –Ranald se puso de pie en el borde de la roca y tendió los brazos abiertos hacia ella… -Alaida!- gritó.
Y entonces… Un sonido exquisito como jamás habían escuchado se elevó sobre el rumor del viento y sobre el fragor de las olas, recordaba al sonido de un cuerno de caza pero era increíblemente evocador y dulce como un sueño. En aquel momento, Alaida la vio, era una Mujer del Mar de cabellos dorados peinados con algas, conchas y estrellas marinas vivas. Tenía el torso de mujer desnudo, los ojos oscuros e insondables. Sostenía un cuerno curvo de hueso y plata en la mano derecha, era el instrumento del que surgía el sonido cuando lo llevaba a su boca roja y carnosa. La mujer del Mar clavó sus ojos profundos como pozos en los dos muchachos mortales y gritó… La muchacha también gritó de terror y de angustia; una ola gigantesca se elevó sobre la roca y sobre los dos jóvenes arrastrándolos, engulléndolos, como una serpiente devoradora. La angustia y el dolor la paralizaron mientras en su mente se formaban las terribles y malditas palabras. Su hermano Bran había muerto. Su prometido Ranald había muerto. Muertos, muertos, muertos, muertos, muertos… El mar volvía a estar en calma como si nada hubiese sucedido unos segundos, un minuto antes, y sin pensar, Alaida se metió en el agua incapaz de sentir nada.
-¡Bran! -gritó- ¡Ranald!, por el amor de la Diosa, ¡contestadme!
El mar se los había tragado. Lágrimas de dolor y de impotencia brotaron de sus ojos increíblemente azules. Una ola depositó a su lado el cesto donde los jóvenes habían estado depositando los moluscos rocosos; la cesta estaba vacía y Alaida pensó que su trabajo y su muerte habían sido tan terriblemente en vano… Y entonces algo, unas manos parecieron tirar de ella hacia el fondo, ¿Ranald? Palpó unos cabellos largos, lacios por el agua salada, los hombros fuertes y… la cadena de un medallón. Era Bran, su hermano mayor. Tiró de él hacia la superficie, casi no pesaba y le fue fácil arrastrar el cuerpo medio inconsciente hasta la orilla. De pronto, el peso de su hermano le pareció insoportable, como el de una losa de piedra. Ranald estaba muerto, ahogado. Bran se dejó caer en la arena como un peso muerto, medio ahogado, incapaz de moverse; se giró y empezó a vomitar agua salada en medio de espasmos; cuando ya no tuvo nada que echar los espasmos no lo abandonaron, ni los brazos de Alaida que lo sostenían fuertemente ni sus palabras tranquilizadoras.
Ahora, Alaida observaba el mar que había matado a su prometido y que en cierto modo también le había arrebatado a su hermano, pues Bran había partido hacia las tierras de oriente empeñado en encontrar el conocimiento que podía acabar para siempre con la mujer del mar. Su canto conmovía el corazón de los mortales tanto o más que sus cuernos mágicos y los mortales caían en su trampa como las moscas en una telaraña… Alaida pensó en la paz que parecía haber en el océano. Hacía un año que no podía dormir en paz; un año en el que no había dejado de pensar en Ranald ni de llamarlo en sus sueños. Pero los poderes oníricos de la joven no eran suficientes como para contactar con un difunto del Otro Mundo. Las Mujeres del Mar lo habían devorado y, ahora, amontonaban sus huesos en sus guaridas submarinas del mismo modo que amontonaban el oro, las joyas y todos los objetos de los barcos que naufragaban.
Alaida deseaba sumergirse eternamente en el océano, no volver a recordar ni a sentir dolor ni angustia. Había un empinado camino que llevaba a la playa por el acantilado; Alaida solía sentir vértigo pero aquella vez no sintió nada ni tuvo miedo de resbalar y caer sobre la arena, ¿Qué importancia tendría eso? Ninguna. Ojalá se partiera el cuello. En nada se encontró sobre la arena de la playa y buscó el lugar exacto dónde había estad la última vez, un año antes para sentarse y deleitarse observando el romper de las olas y como el sol se hundía en la línea del horizonte mientras el cielo se tornaba ensangrentado como el altar del sacrificio. Se sentó y jugueteó inconscientemente con la arena que se escurría entre sus dedos como el tiempo y como sus recuerdos. Si pudiera detener el tiempo y volver atrás… habría dado su vida, su alma, todo lo que tenía por recuperar a su prometido.
Los navíos atlantes parecían sombras negras en contraste con el crepúsculo. Anthenor, el jefe de la expedición, un mago guerrero del más alto nivel observaba la playa todavía lejana con inquietud.
¿Qué demonios hacía ahí aquella mujer humana? ¿Era una espía? Los oestrimnios eran excelentes guerreros, el había tenido oportunidad de combatir contra uno en un torneo real y no se sentía tentado a luchar contra esos guerreros que manejaban enormes hachas de doble hoja con una facilidad pasmosa. ¿Y la muchacha? A una distancia más prudente sería sencillo acabar con ella con una flecha de sus arcos mágicos pero en los mercados de esclavos de la Atlántida pagarían una fortuna por ella, pues era muy raro conseguir esclavos de Oestrimnys y eran muy apreciados por los aristócratas. El resto de los humanos consideraban bárbaros a los oestrimnios y Anthenor al contemplar a aquella mujer sola en la playa no pudo evitar pensar que tenían parte de razón. El príncipe Seth, demasiado alto y delgado incluso para ser un atlante se acercó a él con dos copas de delicado cristal rebosantes de vino.
-Bebe hermano, llevas días sin comer y sin descansar- el príncipe habló en la antigua lengua atlante, tenía una voz suave y bien modulada que Anthenor detestaba porque ocultaba todo el veneno de una cobr-. Vino de las Islas Orientales.
Anthenor lo paladeó, era un caldo delicioso, muy apreciado por los nobles y pudientes de la Atlántida.
-Gracias alteza, sois muy amable al acordaros de mí- contestó Anthenor. Y me pregunto que queréis de mí mi amado príncipe porque nunca ofrecéis nada sin obtener algo a cambio y sé que queréis algo de mí, pensó–. En poco más de media hora, si Poseidón nos es favorable arribaremos en esa playa de Oestrimnys.
-¿Qué es exactamente la Piedra que tanto ansía mi padre, Anthenor?- preguntó Seth- He consultado los libros y los pergaminos más antiguos pero son confusos, yo no soy un mago.
-La Piedra es una gema que según nuestras crónicas más antiguas evitará nuestra destrucción- contestó Anthenor- Se dice que fue creada por la Diosa Triple a partir de sus propias lágrimas y quién la posee tiene el poder de desafiar a los dioses y de dominar los elementos con su simple voluntad. Pero la piedra nunca ha estado en nuestras manos y los humanos que la han poseído, gracias a los dioses, ignoraban su naturaleza y sus poderes.
-¿La destrucción de la Atlántida? Somos inmortales al igual que nuestra bienamada tierra, Anthenor -Seth sonrió con la frialdad de una hiena- Nada puede destruirnos.
-Cuidado con lo que afirmáis, alteza -replicó Anthenor-. Quizá lo antiguos fueran más sabios que nosotros.
-Puede ser. Pero los antiguos han desaparecido y sus viejas profecías se han convertido en polvo para nosotros.
-No para nuestro rey, alteza -respondió el mago guerrero-. Me preocupa esa mujer- señaló a la playa.
-Matadla -dijo sencillamente el príncipe-. Me retiro a mis aposentos a descansar un poco, gracias por la conversación, Anthenor.
-Gracias a vos, alteza.
De modo que el príncipe Seth no creía en las antiguas crónicas ni en las viejas profecías. Para él la Gema Sagrada era, sencillamente, la Piedra. Anthenor se arrepentía de no haber tenido valor para rechazar al príncipe en la expedición, presentía que tarde o temprano se lamentaría pero no le agradaba contrariar a su rey que deseaba que el menor de sus hijos varones viviera aventuras antes de contraer matrimonio con una joven de la alta nobleza. Aquella mujer humana era como una aparición, ¿por qué se hallaba sola? Quizá estuviera esperando a su amante. Conocía un poco las costumbres de los oestrimnios y sabía que era un pueblo liberal en ese sentido. Mientras la observaba Anthenor comprendió que no podría matarla, él era un mago-guerrero, no un asesino de mujeres inocentes. Deseaba sentir de nuevo la tierra firme bajo sus botas.
Las sirenas entonaban sus melancólicos y deliciosos cantos; un canto que no ejercía sobre los hijos de la Atlántida la misma atracción que para los humanos. Recordó algo que le hizo sonreír, un secreto o tal vez una anécdota olvidada en algún rincón oscuro de la memoria. Las tinieblas ciñeron la tierra con su abrazo y una pálida luna llena redonda como una moneda de plata apareció en un firmamento cuajado de miles de estrellas. La luna era el símbolo universal de la Gran Diosa Triple de la cual provenía todo lo que existía en el universo, sin ella tan sólo cabía el vasto vacío de la nada… él llevaba tatuada una luna menguante negra en la espalda, sobre el hombro izquierdo, era un símbolo de los magos guerreros de su orden porque los hechiceros debían fidelidad a la Diosa por encima de los otros dioses y de si mismos. Pensó que las sirenas atraían al Sheol a los mortales con su canto tan deliciosamente triste y nostálgico.
Y no pudo evitar mirar nuevamente a la mujer humana.
Sentada en la playa Alaida rememoraba los recuerdos de su infancia con Bran y Ranald. Y con su hermana mayor, Darethra, que era la joven más bella de la Aldea del Lobo Negro. Pensaba también en su hermanito de cinco años, Fearn que la adoraba y que muy probablemente la estaba echando muchísimo de menos. Alaida sabía que en la aldea todo el mundo la estaría buscando preocupado, temerosos de que alguna alimaña salvaje la hubiera herido pero nadie sospecharía que estaba sola en la playa. ¿Por qué no podía venir sola a este lugar para llorar la muerte de su amado Ranald? Ella lo había perdido todo un día de verano y sólo conservaba sus recuerdos que eran como una ponzoña en su mente. Se levantó y se sacudió la arena de su túnica lavanda y se descalzó, dejando sus zapatos de cuero flexible olvidados sobre la arena.
Deseaba remojarse un poco los pies desnudos en la orilla. Hacía un poco de frío a causa de la brisa marina pero era una sensación exquisita, sólo el aroma del bosque profundo se podía equiparar a ella. Sonrió con nostálgica tristeza. El agua purificaba pero no podía cicatrizar las heridas de su alma ni borrar la imagen terrible de la Mujer del Mar invocando las olas con su cuerno mágico y con su grito final. Alaida sintió que una fuerza poderosa tiraba de ella y se metió un poco más en el agua, y cada vez se metía un poco más.
Ranald la observaba con sus ojos vacíos de expresión, ahogado, muerto… No, aquel no era Ranald, su amado Ranald de cabellos dorados. Los labios de él pronunciaban, gritaban, su nombre en silencio y su eco se escuchaba en el Amenti como una maldición. Y como la última vez tendió los brazos hacia ella… Sin pensar Alaida se dirigió hacia él deseando fundirse en una abrazo eterno con él; no temía a la muerte si no que la invocaba desde lo más profundo de su corazón.
Los navíos atlantes anclaron cerca de la playa. Una barca de ébano tripulada por Anthenor y sus cuatro hombres de confianza tomó rumbo a la orilla; los cuatro remaban afanosamente mientras que Anthenor permanecía de pie en medio de la embarcación. El viento agitaba sus largos cabellos negros como plumas de cuervo; vestía una túnica corta y pantalones ajustados de color negro y calzaba botas negras de pie de potro. Ante el se extendía la inmensa playa de arena blanca iluminada por el pálido resplandor lunar… Oestrimnys, tierra de bosques y de salvajes guerreros que aún practicaban cruentos sacrificios en honor a la Diosa. Sus ojos oscuros observaron como el mar embravecido se cerraba sobre la mujer humana. El cabello de ella parecía un río de cobre líquido. Quería hundirse y yacer para siempre en el fondo del océano, fundirse con la nada en un abrazo profundo y eterno… sin saber muy bien porqué se arrojó al agua y empezó a nadar buscando a la joven. Escuchó como sus hombres gritaban su nombre; el mar estaba vacío como si algo se la hubiera tragado. Decidió no desistir y siguió buscando. Malditos fuesen los humanos de débiles corazones, reverenciaban a la muerte casi más que a la vida…
Al fin encontró el cuerpo inconsciente atrapado por una corriente submarina; pesaba tan poco como un gorrión muerto. Llegar con ella hasta la playa le resultó más fácil de lo que pensaba; se dejó caer sobre la arena con la joven palidísima como un cadáver y que no respiraba. Empezó a reanimarla siguiendo las técnicas que le habían enseñado cuando era un adolescente pero la mujer no respondía. Había…
-Ha muerto, señor- dijo Evandro.
No, ella vivía, sentía su fuerza vital demasiado débil pero fluyendo todavía constante como una débil corriente subterránea. Al fin, ella abrió los ojos y empezó a toser y a expulsar el agua que tenía en los pulmones; parecía que uno de los espasmos la iba a partir en dos. Cuando acabó permaneció tendida sobre la arena con la mirada fija en el astro nocturno.
-¿Quién eres?- Le preguntó Anthenor. La túnica de ella estaba tan empapada que se adhería a su cuerpo como una segunda piel - ¿Por qué deseabas morir?.
-Tú me has salvado de entrar en el Amenti… ¿Con qué derecho, atlante inmortal?- tenía una voz suave casi melosa- ¡Yo te maldigo!
-¿Me maldices por haber salvado tu vida, humana? -. La joven lo estaba provocando y él deseó poder darle una buena lección, ¡Se merecía unos buenos azotes!-. ¿Qué crees que encontrarás en la muerte? ¿Menos dolor?
-Sólo a Ranald- murmuró ella y Anthenor vio en las profundidades de sus ojos la imagen del joven- Ranald me está aguardando desde hace tanto tiempo… era lo que cantaban las Mujeres del Mar.
-Las sirenas son asesinas, chiquilla -respondió él con dureza- La muerte es tan inmensa que es muy posible que nunca encuentres a tu Ranald.
Alaida se levantó y se sacudió la arena. No miró a su salvador ni a sus hombres que escuchaban extrañados aquella conversación tan absurda sino que de nuevo fijó su mirada en el mar. La marea estaba subiendo y los tres barcos atlantes eran como vigías en la noche. Sonrió con tristeza porque realmente era mala suerte encontrarse con los legendarios atlantes la noche que había decidido terminar con todo. Tampoco importaba demasiado, pronto encontraría otra ocasión para reunirse con Ranald. Anthenor pronunció una única palabra y los ropajes de ambos se secaron como si nunca hubiesen estado en contacto con el agua marina.
Los atlantes se pusieron a hablar entre ellos en su lengua que Alaida no comprendía aunque, en realidad, no le importaba. No sabía lo que buscaban en su tierra pero fuera lo que fuese no tenía que ver con ella. Decidió que tenía que librarse de ellos de alguna manera porque intuía que lo que ellos hablaban tenía que ver con su persona.
-Yo… os agradezco que me hayáis salvado, no sabía lo que hacía -sonrió dulcemente- Si no os importa me gustaría ir a casa.
-¿Ir a casa? Por supuesto que irás a tu casa pero nosotros te acompañaremos- le dijo él con voz cortante-. No me fío de ti muchacha y, además, hay que comprobar la legendaria hospitalidad de los oestrimnios; ¿dónde vives?
-En la Aldea del Lobo Negro pero a los atlantes no se os ha perdido nada allí- replicó enojada.
-Te acompañaremos, ¿Quién es el jefe de la aldea?
-Mi padre, Ragnor.
No hubo discusión posible, al final Alaida guió a los atlantes a su aldea aunque fue maldiciendo furiosa durante todo el camino ¡como se atrevía a contradecirla! Conocía los atajos y caminos como la palma de su mano y pronto recorrieron los seis kilómetros que distaba la Aldea del Lobo Negro de la costa. La muchacha estaba acostumbrada a moverse en la oscuridad del bosque y no necesitaba luz, pero los extranjeros llevaban una curiosa lámpara de metal y de cristal que proporcionaba una luz dorada. Aquellos atlantes eran los primeros extranjeros que Alaida veía en sus diecisiete años de vida, sin contar con los mercaderes del interior que llegaban hasta aquella región para comerciar con ellos pues los oestrimnios eran ricos en metales preciosos y así mismo cambiaban las pieles de los osos y de los ciervos que cazaban por exóticos tejidos de seda y lino provenientes de las tierras situadas al otro lado del Mar Oriental.
Cuando llegaron a la aldea todos los hombres y mujeres mayores de quince años y menores de sesenta se hallaban reunidos en la Casa del Consejo. Su padre y sus guerreros de confianza llevaban puestas las armaduras de hierro y todos parecían muy inquietos, ¿acaso estaban tan preocupados por ella? El cabello rubio de su padre estaba orlado de hebras plateadas y tenía la barba canosa; profundas arrugas se marcaban en las comisuras de sus ojos grises y su boca tenía el mismo gesto severo que recordaba desde niña. Era un hombretón y a sus cincuenta y cinco años aún se mantenía fuerte y podía vencer a muchos guerreros jóvenes en los torneos. La mirada de Alaida pasó entre las otras personas y se detuvo en dos mujeres. Melisa, su madre de casi cincuenta años de edad, tenía el cabello negrísimo y la piel aunque blanca era más oscura que la de los oestrimnios, al igual que sus ojos. Melisa provenía de las lejanas tierras orientales y pertenecía a un pueblo que se llamaban a si mismos Los Hijos de Baal. Darethra, su hermana de veinte años, era una preciosa joven de ojos verdes y cabellos rubios; tan esbelta y delicada como un junco. Alaida admiraba y envidiaba la figura de su hermana y los rasgos menudos y perfectos de su rostro.
Observó que Anthenor miraba con curiosidad a Darethra y la furia la invadió sin saber muy bien porqué. Ese arrogante atlante podía mirar a todas las mujeres de la aldea si así lo deseaba. A Alaida Luna de Agua no le importaba en absoluto.
-¡Alaida!- exclamó su padre al verla en el umbral de la puerta- ¿Dónde te habías metido chiquilla? Nos tenías a todos muy preocupados, pensábamos que… -se interrumpió- Bah, no importa, lo importante es que estás aquí sana y salva.
-Fui a buscar hierbas medicinales y me entretuve, padre- mintió Alaida- He encontrado a unos extranjeros que buscan hospitalidad, padre- señaló a Anthenor y sus hombres- Vienen de la Atlántida.
Anthenor disfrutó con la conmoción que causó su presencia y la de sus hombres en la Aldea del Lobo Negro. Eran casi como dioses para aquellas gentes sencillas que seguían respetando a los inmortales y creían que los atlantes eran heraldos de los dioses. Admiraban su belleza perfecta, casi soñada, y la elegancia de sus ropajes. Los guerreros pidieron permiso para estudiar sus armas protegidas con conjuros mágicos y admiraron su calidad y su diseño. Los druidas conversaron con ellos de los antiguos rituales a la Diosa y de otras antiguas deidades que sólo los atlantes recordaban. Hablaron del devenir y de la magia. Anthenor recitó poemas y cantó poemas para los bardos y para las mujeres, aunque todos parecían apreciar este arte. Y sobre todo, al igual que Evandro y el resto de sus hombres disfrutó de la comida (carne de caza con setas y verduras desconocidas en la Atlántida y pescado a la brasa) y de la bebida, cerveza de trigo. Antenor se dijo que ni en su tierra ni en los banquetes de los reyes de la lejana Lemuria había disfrutado tanto de la comida.
Envió un mensaje al príncipe Seth que rehusó reunirse en la aldea con ellos y disfrutar de la hospitalidad de los bárbaros. Un príncipe atlante no se mezclaba con la escoria, pero le encargó a Anthenor que obtuviera toda la información posible para su misión. Y siempre procuraba tener a Alaida en su radio de visión porque no se fiaba de ella…
Melisa destacaba entre aquellas gentes como una extraña gema. Era silenciosa y poseía una inteligencia aguda que su marido y su pueblo adoptivo admiraban porque era una excelente comerciante y conocía todos los trucos de los mercaderes. Solía llevar los cabellos cubiertos con una fina tela como era la costumbre entre su pueblo de soltera, aunque sus hijas seguían las costumbres de los oestrimnios. El pequeño Fearn, más pelirrojo incluso que Alaida y con la naricilla sembrada de pecas se dedicaba a seguir a su madre o a sus hermanas a todas partes aunque Darethra no le hacía demasiado caso.
Las dos hermanas eran como el día y la noche. Darethra se sentaba a su derecha en los banquetes y conversaba con él todo lo que le era posible mientras que Alaida lo ignoraba y seguía con su vida de siempre. Aprendía de la vieja Ceara dónde y cómo recoger las hierbas medicinales y su preparación en ungüentos y brebajes. Conocía muchos poemas y canciones que cantaba o recitaba con una voz suave y tocaba el arpa como un bardo experto. Poseía una educación que un poco pulida no desentonaría en la Atlántida porque tenía ansías de conocimiento y absorbía cuanto le era posible.
¿Qué demonios le importaba a él? No era más que una humana, una simple mortal, pero le había salvado su vida y al hacerlo sus destinos se habían entrelazado. Ahora, la vida de ella estaba bajo su responsabilidad. Indagó sobre el nombre que ella había pronunciado en la playa, Ranald y cuando le contaron como había muerto el joven ahogado por la sirena comprendió la desolación de Alaida. La muchacha había perdido a su amor y a su hermano mayor, el único que habría podido comprenderla y aliviar su pena.
Solamente un anciano llamado Kerwick había oído hablar de la Gema Sagrada a la que el conocía como la Piedra Lunar. Según la antigua leyenda oestrimnia aquella piedra era una roca de la luna cargada con el poder y la energía de la Triple Diosa y se decía que la guardaban los druidas de Antela en el Bosque Sagrado de Estela; ¿Y dónde estaba ese bosque? Cerca de las tierras regadas por el mayor río de Oestrimnys, al cual llamaban Serpiente de Plata.
El último día de su estancia en la Aldea del Lobo Negro salió a pasear por los prados de pastoreo y por el bosque con Darethra. La muchacha estaba sencillamente irresistible con la larga cabellera dorada suelta hasta el estrecho talle y una túnica carmesí con hojas y ramas bordadas con hilos de oro. Lucía pendientes de oro en las pequeñas orejas y anillos y pulseras de oro.
-Siempre he soñado con tu tierra, la Atlántida -le dijo sonriendo- Imagino que es un lugar maravilloso, el paraíso en la Tierra.
Anthenor le devolvió la sonrisa y le dijo:
-Es un lugar muy hermoso pero no el paraíso, Darethra. El paraíso de cada hombre y de cada mujer se halla donde se encuentra su hogar.
-Me temo entonces que yo todavía no he encontrado mi paraíso. Ansío poder y riquezas que ningún hombre de mi pueblo me puede ofrecer pero mi padre es muy reacio a que contraiga matrimonio con un extranjero porque asegura que esta es mi hogar -señaló la aldea lejana, el bosque , los prados verdes y húmedos-. Debería sentir algo al contemplar este paisaje, aquí me he criado y me he convertido en la mujer que tienes ante ti…
-Continua, por favor- la instó.
-No comprendo la actitud de mi padre porque su esposa, mi madre, es una mujer extranjera, una Hija de Baal -suspiró- y Melisa nunca dice nada, sólo se ocupa del pequeño.
-¿Crees que serás más feliz en el extranjero? La mayoría de los pueblos no conceden a las mujeres tanta libertad ni tanto poder, Darethra, en ese sentido sois afortunadas.
-Teniendo riquezas se posee poder en todas partes -sentenció ella- será mi hermana Alaida la que entregue a sus hijos e hijas a esta tierra y a nuestro clan, no yo, ese no es mi destino, siempre lo he presentido.
-Entonces te deseo suerte.
-Tu expresión ha cambiado cuando he nombrado a mi hermana menor, Anthenor.
-¿Alaida? Es una joven extraña, siempre solitaria y tan melancólica…
-El día en que murió su prometido Ranald se encerró en si misma, sólo espera la muerte para reunirse con él y ha intentado arrebatarse la vida en más ocasiones de las que recuerdo; ahora parece haber aceptado la voluntad de la Madre.
-Yo no estaría tan seguro de eso, Darethra -le dijo Antenor- Háblame de ese Ranald.
-¿Ranald? Era perfecto para Alaida, apuesto, excelente guerrero y bardo; estaban prometidos desde niños y se amaban profundamente. Además era el mejor amigo de nuestro hermano Bran y los tres siempre estaban juntos, mi hermana los acompañaba cuando iban a cazar y a pescar.
-Comprendo, ¿no la alejasteis de aquí cuando eso sucedió?.
Darethra negó con la cabeza. No hablaron más entre ellos; la joven se reunió con un grupo de muchachas que iban al río y Anthenor cogió el camino del bosque, necesitaba estar sólo, reflexionar sobre la extraña joven que la Diosa había puesto en su camino. De hallarse en su tierra habría consultado con el Oráculo pero aquí sólo podía guiarse de su intuición. Las dos hermanas le atraían físicamente, eran innegablemente bellas y ambas eran encantadoras aunque cada uno a su modo, eran como la cara y la cruz de una moneda. Pero presentía que Alaida Luna de Agua le iba a traer más problemas de los que deseaba.
Rita C. Rey. Salud, anarquía y prosperidad. ©
La anciana Ceara sonrió a la joven mostrando los huecos negros que tenía entre los pocos dientes amarillentos que le quedaban. Aquella tarde le había llevado un buen surtido de plantas medicinales recién recogidas a su cabaña del bosque y se había quedado con ella a charlar. La anciana había preparado una infusión y había sacado un bizcocho de pasas realmente delicioso que Alaida devoró encantada. Le era imposible resistirse a los dulces y la druida lo sabía.
-Háblame de esos hombres del Oeste, pequeña-le dijo con voz suave.
-No me fío de su jefe, el llamado Anthenor- dijo Alaida con la boca llena de bizcocho- me salvó la vida, ¿Con qué derecho? – bebió un trago de la infusión y le pidió más bizcocho.
-Tengo una tarta de arándanos.
-¿Dónde? ¿La puedo probar?
Ceara le sirvió otra infusión y un buen trozo de tarta que la joven devoró con deleite mientras echaba pestes sobre el tal Anthenor. La anciana llegó a la conclusión de que aquel extranjero agradaba a Alaida más de lo que esta estaba dispuesta a reconocer y aquello decía mucho a su favor. Puede que fuera un atlante inmortal, pero si a la joven Alaida le caía bien, aunque fuera en el fondo, entonces era una persona de fiar. Alaida tenía un don instintivo para reconocer las intenciones de las personas que la había metido en varios apuros y sacado de otros cuantos.
Alaida le describió los navíos atlantes, el extraño acento que se hacía más patente cuando hablaban en su lengua natal, las conversaciones que había mantenido con Anthenor.
-Con ellos viaja un príncipe llamado Sem, Sert o algo semejante- dijo la joven-. Pero no ha bajado de su barco, hay algo oscuro en él, Ceara. ¿ Qué demonios es esa piedra que buscan con tanto interés? Hasta ahora los atlantes sólo se habían acercado a Oestrimnys en busca de esclavos, nada más.
-Sin duda esa gema es de vital importancia para ellos- asintió Ceara- Deberías a averiguar más sobre ella, todo lo que te sea posible, habla con el tal Anthenor, tú sabes sonsacar a la gente cuando quieres.
-Partirán mañana temprano hacia el Bosque Sagrado de Estela-contestó Alaida.
-Entonces, ve con ellos, tú conoces el camino y los puedes guiar.
-No, no puedo, tengo que… ¿acompañar a los atlantes? ¿para qué? Pensé que nunca se iban a marchar de la aldea, me niego.
-Lleva ropa de abrigo, tu ballesta, tu bolsa de medicinas, un buen cuchillo, cuerdas…provisiones de viaje y esa raíz que te di cuando tuviste tu primera menstruación, esa que impide la concepción, ¿la estás tomando?
-No.
-¿No? Alaida, eres demasiado joven para quedar en estado, si mantienes intimidad con un hombre debes tomarla para no tener un susto.
-El único hombre con el que habría mantenido intimidad está muerto, Ceara- replicó Alaida.
-Ten cuidado. Pregúntale a tu hermana lo desagradable que fue lo que sucedió el año que murió tu prometido y me entenderás. Tú estás destinada a la Diosa, ella ha puesto su mirada sobre ti y por ello te hace pasar duras pruebas pero serás recompensada.
-Preferiría ser ignorada por ella, los dioses nunca traen nada bueno- contestó la muchacha-me llevaré esa raíz, siempre puede hacer falta aunque espero que no.
Siguieron hablando por espacio de una hora y finalmente, Alaida se despidió de la anciana con un beso y un abrazo, cuando quería, lo cual no era muy frecuente, era realmente cariñosa.
Aquella noche, durante el banquete de despedida de los atlantes, la muchacha se acercó a Anthenor dispuesta a conversar con él aunque se sentía inquieta a su lado, parecía que el conocía sus pensamientos, y la sensación era todo menos agradable. Realmente Alaida no deseaba acompañar a aquellos extraños hasta el bosque de Estela, sólo deseaba permanecer en el lugar donde había compartido tantos momentos con su prometido. Lo único que le quedaban eran sus recuerdos, la muchacha todavía se dormía llorando por las noches. Anthenor, que estaba saboreando una cerveza de ortiga, especialidad del padre de la joven, observó a la joven que se había sentado a su lado con curiosidad.
-¿Quién os va a guiar hasta el Bosque de Estela?
-Un hombre llamado Gutier- contestó él-. Ignoraba que te preocupases por nosotros.
La joven enrojeció, ciertamente no había sido muy amable con los atlantes y menos con el hombre que le había salvado la vida. Se sintió avergonzada de si misma.
-Bien, es un buen guía pero yo también os acompañaré- dijo-. Mi tío es el Druida Mayor del bosque de Estela y deseo consultar con él sobre unos asuntos.
-Qué casualidad, ¿Se lo has comentado a tu familia? Quizá no les parezca bien que viajes con unos hombres extranjeros.
-Me han educado para saber cuidar de mi misma, atlante, no tienes que preocuparte- replicó Alaida- ¿Cuándo partimos?
-Mañana a primera hora, si de verdad quieres venir, procura estar lista.
Tal y como Alaida imaginaba sus padres no tuvieron el menor inconveniente en dejar marchar a su hija, que deseaba visitar a su querido tío, aunque estaban un poco preocupados por ella. Melisa ayudó a su hija a preparar su petate y le dio una serie de consejos maternales pues conocía el carácter hipersensible de su hija. Alaida no les comentó sus sospechas ni tampoco mencionó la conversación que había mantenido con la vieja Ceara. Ragnor le dio un abrazo de oso tan fuerte que casi ahogó a la menuda muchacha, Alaida era la hija predilecta de su corazón y aunque no era la primera vez que se separaban durante una corta temporada padre e hija sentían un nudo en el corazón. Le entregó a su hija una preciosa daga de hierro tan brillante que parecía de plata, con un mango de ébano negro bellamente tallado con una rosa con tallo y espinas, a juego con la funda de cuero negro con unas runas grabadas a fuego que representaban el nombre de la muchacha.
-Gracias, padre- dijo la muchacha encantada de corazón con aquel presente.- es realmente maravillosa.
-La hice yo mismo, iba a ser un regalo para el día de tu boda con Ranald- Ragnor revolvió los cabellos cobrizos de su hija- Ten cuidado, pequeña. Ya sabes que confío en ti.
-Lo sé, padre, muchísimas gracias- le sonrió de una manera encantadora que conmovió el corazón del gigante como pocas cosas podían hacer.- Te quiero.
-Yo también te quiero pero basta, me vas a hacer llorar. Ve a acostarte, Alaida, te esperan unos días muy duros.
-Sí, padre, buenas noches.
Ragnor observó como su hija se metía en la pequeña habitación que compartía con su hermana. Las casas de los oestrimnios , que ellos llamaban pallozas, eran de piedra sin pulir, de planta redonda y tejado de paja. El lugar principal de la casa era la lareira donde se cocinaba y donde se reunían a comer y escuchar a los bardos en torno al fuego. Una muralla rodeaba las casas de la aldea y los lugares donde se guardaban los animales, cerdos, vacas y alguna oveja cuando no estaban en los pastos, a modo de protección contra los ataques de aldeas enemigas. La aldea del Lobo Negro era famosa por los quesos de leche de vaca, cremosos y ligeros, que elaboraba y que incluso se vendían en las tierras de la meseta con gran éxito. Tras las murallas se hallaban los bosques de robles, los campos de pastoreo y las tierras de labradío donde cultivaban sobre todo centeno, trigo, habas y guisantes. Para Ragnor, su hogar era el paraíso.
Ante la sorpresa de Anthenor y de sus hombres de confianza, el príncipe Seth decidió unirse a la expedición al Bosque de Estela. Incluso se dignó a acercarse hasta la aldea del Lobo Negro cuyos habitantes lo observaron con gran interés. Era el primer príncipe que veían en sus vidas. Anthenor le advirtió que no podían llevar su séquito pero el príncipe dijo que únicamente llevaría a su esclavo de confianza, un atlante educado en Lemuria de piel negra como el ébano y cráneo afeitado que era un verdadero gigante. Tampoco acabaron allí las sorpresas, porque la joven Darethra decidió unirse a ellos ya que ella también deseaba ver a su querido tío druida. Alaida la miró furiosa porque su hermana nunca se había interesado por sus parientes pero no dijo nada. Tras desayunar, prepararon sus monturas, buenos y resistentes caballos que les proporcionó Ragnor y despidieron prometiendo entregar los mensajes que les daban para sus familiares y prometiendo volver pronto.
Oestrimnys era una tierra de montañas redondeadas, valles verdes atravesados por ríos no muy extensos pero sí muy caudalosos y enormes robledales. No se podía viajar rápidamente porque no había grandes espacios abiertos, no hasta llegar a las verdes y pantanosas llanuras centrales, como les explicó Alaida. A Anthenor, la joven montada a caballo, con el cabello cobrizo recogido en un rodete sobre la nuca del que se escapaban algunos largos mechones rebeldes, le pareció más preciosa todavía y aquel pensamiento le inquietó profundamente, estaba deseando llegar al hogar de los druidas y desembarazarse de ella aunque la sola idea de no verla nunca más le encogía su corazón inmortal. Al fin y al cabo le había salvado la vida.
La joven guió a su yegua blanca, bellamente enjaezada hasta él y lo saludó con una sonrisa luminosa. Mantuvieron una agradable conversación sin lanzarse ninguna pulla, algo que sorprendió a todos. Darethra los miró y sonrió con sorna, vaya, vaya, de modo que su dulce hermanita se estaba olvidando de Ragnald; nunca lo habría creído posible pero no cabía duda de que el mago guerrero la atraía, aunque ni ella misma lo sabía. Darethra sí, lo veía en sus ojos, en la forma en que colocaba el cuerpo al hablar con él…
Darethra acercó su castrado bayo el semental del príncipe Seth, un bello caballo atlante de pelo gris oscuro. El príncipe la miró como si observara a una bella esclava en una subasta y sonrió complacido, Darethra era increíblemente hermosa y bien valía la pena escuchar su charla pueril a cambio de la promesa que leía en sus ojos.
-No me gusta que el príncipe le dedique tanta intención a tu hermana- le comentó Anthenor a Alaida cuando estuvo seguro de que no podían escucharlos- Para él los humanos sólo son válidos como esclavos.
-Me lo imaginaba, pero no te preocupes por Darethra, ella se ha acercado a él- contestó Alaida- Creo que siente curiosidad por compartir intimidad con un auténtico príncipe atlante.
-¿Estás segura?
-Oh. Sí… Darethra es un poco ligera de cascos pero es muy buena chica.
-Lo sé y ¿Tú no eres ligera de cascos?
-Por supuesto que no, el único hombre que me interesa está muerto- sonrió con tristeza-. Dentro de poco acamparemos para cenar y pasar la noche, hace tanto calor que no tendremos que montar las tiendas.
A Anthenor no dejaba de sorprenderle los conocimientos de Alaida sobre el terreno pero no sabía que la joven había recorrido cien veces aquellas tierras acompañando a su padre, su prometido y su hermano mayor a las cacerías y visitas a otras aldeas. La joven se podía mover por aquellos bosques con los ojos cerrados y acertar a casi cualquier blanco con las flechas de su ballesta. Las jóvenes atlantes no solían cazar ni interesarse por las armas, exceptuando los torneos entre caballeros, puesto que se consideraban intereses poco femeninos. El mago guerrero observó las largas y bien torneadas piernas de la joven enfundadas en unos pantalones de piel de gamo, la cintura estrecha y los pechos grandes y cimbreantes y pensó que Alaida era todo menos masculina. Fue entonces cuando se dio cuenta que la deseaba y aquello no le gustó nada. ¡Diosa! ¿Qué iba a hacer ahora?
Los magos-guerreros atlantes, tanto varones como hembras, no sólo no se casaban sino que tampoco se enamoraban porque estaban plenamente consagrados al ejercicio de su magia. Podían tener una aventura sin importancia de tipo puramente sexual, nunca prometían nada y nadie esperaba nada de ellos. Eran temidos y respetados a partes proporcionales tanto por el pueblo llano como por la nobleza, ni el mismo Emperador de la Atlántida en persona podía darle órdenes a un guerrero arcano de alto nivel puesto que se creía que la Diosa guiaba todos y cada uno de sus pasos. Eran solitarios por naturaleza. Pero todo eso carecía de importancia, si lo deseaba podía renunciar a su condición, pero no podía renunciar a su naturaleza atlante, era inmortal, condenado a no morir por causas naturales ni por enfermedad; los atlantes sólo podían morir mediante el asesinato o bien por medio de un suicidio ritual. Un atlante no podía experimentar por un humano mortal más que deseo físico por el bien de ambos y Anthenor empezaba a no poder sacarse a aquella muchacha de la cabeza.
Ataron los caballos y se detuvieron a pasar la noche al raso, cerca de un riachuelo. Alaida encendió una hoguera que delimitó con unas piedras y preparó la cena mientras los demás sacaban sus pieles de dormir de sus mochilas y estiraban sus miembros entumecidos agradecidos. La joven comentó la necesidad de hacer guardia y se ofreció a hacer una. Gutier se ofreció a hacer la primera y Anthenor la última. Tras desearles buenas noches, Alaida colocó sus pieles de dormir en el lugar que le pareció más cómodo y discreto, estaba acostumbrada a la falta de intimidad pero ninguno de los hombres la miró cuando se quitó las ropas de viaje y se puso una túnica corta para dormir. Tuvo sueños extraños que le dejaron un recuerdo amargo y el cuerpo destemplado. Le pareció escuchar unas pisadas ligeras pero Gutier no dio la voz de alarma por lo que no se despertó. Sería un ratón…
Gutier no dijo nada cuando la hija mayor de su Señor se levantó de sus pieles de dormir y se dirigió a las del Príncipe Seth, ella le dirigió una mirada venenosa como la mordedura de una serpiente. Para los oestrimnios el sexo no era ningún tabú, hombres y mujeres disfrutaban manteniendo relaciones sexuales pero no tenían en tan buena estima la promiscuidad.
Para un oestrimnio, varón o mujer traicionar a su compañero era uno de los peores crímenes que se podían cometer. En una sociedad que carecía de prostitutas, porque para un hombre de aquel pueblo no había nada tan denigrante como tener que comprar el placer el comportamiento de Darethra seria duramente juzgado. Era sabido que algunos jóvenes tenían escarceos amorosos y se aceptaba hasta cierto punto pero ni a Ragnor ni a Melisa les gustaría enterarse del comportamiento de Darethra con el Príncipe Seth. Ella se estaba rebajando y, al hacerlo, rebajaba también a su pueblo.
Al acabar su turno, Gutier despertó a Alaida; la muchacha se levantó como una sonámbula y se envolvió en una de sus pieles de dormir antes de sentarse en la piedra cubierta de musgo. Vio las pieles vacías de su hermana y se sintió furiosa, sabía que Darethra no sentía ningún amor ni respeto hacia las costumbres de su pueblo pero no imaginaba que llegase a aquellos extremos. Sabía que el Príncipe le había regalado hermosas joyas y que le había prometido más… también se las había ofrecido a ella pero Alaida había replicado que su dignidad no se compraba con nada.
Los amantes dormían profundamente, íntimamente abrazados y el fuego iluminaba suavemente el pálido semblante de Anthenor. Qué extraño, en los últimos tiempos pensaba más en él que en Ranald… Ranald, su amadísimo Ranald; nadie comprendía como un año después el dolor por su pérdida seguía siendo tan insoportable; la vida continuaba. Era muy duro aceptar que la persona a la que amaba ya no estaba entre los vivos, Alaida no podía recordar ni un solo momento amargo pasado junto a Ragnald por mucho que se esforzara. Pero lo había perdido y junto a él había perdido a su hermano mayor, el único que habría podido comprender el dolor de la muchacha.
Descubrió que Anthenor no sólo la enfurecía sino que le hacía sonreír como nadie lo había hecho desde la muerte de su prometido y se prometió ser más amable con él, al fin y al cabo el atlante no tenía culpa de sus penas. Se arrodilló a su lado para despertarlo para que hiciese su guardia y, medio adormilado él le cogió el brazo con fuerza y la atrajo hacia su cuerpo, ella se liberó de un tirón y le dio una fuerte sacudida. Anthenor abrió los ojos completamente despejado.
-¿Qué sucede? ¿Te he hecho daño?
-No, sólo has tenido un mal despertar pero te toca guardia y yo estoy agotada.
Guiados por Gutier y Alaida llegaron a la ciudad de Luzherem, al mediodía del día siguiente. Los guardias de la Puerta Occidental les permitieron el paso después de que Alaida les enseñase un pase sellado por su padre, el señor de la Aldea del Lobo Negro. Ragnor era un jefe poderoso al que seguían muchos guerreros y era mejor, según las autoridades, mantenerlo contento.
Luzherem era una ciudad de edificios de piedra de planta rectangular que no sobrepasaban los tres pisos de altura y tejados a dos aguas, de calles empedradas estrechas en cuyos soportales se hallaban los diferentes negocios de los comerciantes: curtidurías, panaderías, herrerías, tiendas de magia. Eligieron una posada que se hallaba en una de las calles que desembocaban en la Plaza Mayor, un viejo y oscilante cartel de madera anunciaba el nombre del lugar: El Buen Yantar. Se trataba de un edificio de piedra grisácea, con amplios ventanales de arco ovalado y una gran escalinata que conducía a la puerta principal. Cogieron varias habitaciones y dejaron sus posesiones en ellas antes de bajar al comedor a comer pues se hallaban hambrientos. Les atendió una atractiva y atolondrada camarera que tomó los pedidos sin dejar de sonreír provocativamente a Anthenor; Alaida sintió tentación de pegarle una bofetada y borrar su sonrisa.
-Estofado de ternera con guarnición de verduras, trucha al horno, empanada, tarta de queso de postre y cerveza negra y vino para acompañar- recitó la camarera- ¿Está todo? Bien, ahora mismo les traigo unas tapas para que vayan abriendo apetito mientras esperan.
Alaida les contó la leyenda de la fundación de la ciudad y todos la escucharon encantados ya que era una excelente narradora. Tenía archivados en su memoria una enorme cantidad de datos, leyendas, canciones, gestas, que no dejaban de sorprender a Anthenor pues Alaida no sabía leer ni escribir, el oestrimnio no tenía lengua escrita, cuando deseaban escribir algo utilizaban una lengua del este. Posiblemente, la Orden de los Magos Guerreros habría dado cualquier cosa por tenerla entre sus miembros si no fuese humana. Qué pena de potencial, pensó Anthenor.
Alaida decidió dedicar la tarde a hacer algunas compras y a pasear por las transitadas calles de Luzherem, se detuvo delante del escaparate de una modista y, tras pensarlo un momento, entró. La modista era una mujer regordeta con el cabello gris recogido en un moño sobre la coronilla en cuyo rostro se dibujó una amplia sonrisa al ver entrar a la joven, apreciando su figura… le encantaba vestir a mujeres de tipo tan femenino como aquella.
-¿En qué puedo ayudarte? ¿Buscas algo en concreto?- le preguntó amablemente.
-Sí, un vestido azul, algo elegante…
-¿Me permites tomarte las medidas?- Alaida se dejó sonriendo al escuchar el suave canturreo de la mujer-. Ah, muy bien. Creo que tengo un vestido perfecto para ti.
Alaida se quedó sin aliento cuando la modista sacó de un guardarropa una túnica de seda azul zafiro, de mangas largas tan anchas que casi arrastraban por el suelo con lirios bordados en hilo de plata en los rebordes. Era maravilloso…
-¿Cuánto cuesta?
-Te haré un precio especial porque conjunta perfectamente con el tono azul de tus ojos.
La modista le dijo el precio y la muchacha aceptó automáticamente; pagó y conversó un rato con ella hasta que le fue hora de regresar a la posada. No le enseñó el vestido a nadie y se apresuró a guardarlo bien envuelto y doblado entre sus pertenencias. En realidad ella nunca había tenido una prenda de vestir tan bonita como aquella ya que era Darethra la que siempre se quedaba con las mejores telas. A ella nunca le había importado pero de repente necesitaba ponerse ropajes más elegantes y femeninos, aunque viajando a caballo no sabía cuando iba a estrenar su túnica. Bueno, eso era lo de menos, ya tendría oportunidad.
Aquella noche durmió sola en la habitación y tuvo unas espantosas pesadillas en las que revivió la muerte de Ranald, ahogado por la sirena… Se despertó llorando amargamente y sus sollozos desvelaron a Anthenor, que ocupaba la habitación contigua. Aquella manera de llorar de la muchacha conmovía su alma inmortal como nadie lo había hecho hasta entonces, necesitaba calmarla, ofrecerle consuelo. Se levantó y se puso unos pantalones y una camisa que no abrochó de todo y fue hasta la habitación de Alaida. Llamó suavemente a la puerta pero nadie contestó aunque la oía llorar; giró la manilla y esta se abrió, Alaida nunca cerraba las puertas con cerrojo, sencillamente porque en su aldea ninguna puerta lo tenía.
La muchacha se hallaba tendida sobre la cama, con la larga cabellera cobriza, que le llegaba hasta las rodillas, suelta y enredada como un magnífico manto y tenía los ojos brillantes por las lágrimas que resbalaban por sus mejillas ardientes.
-¿QQQué haces aquí?- le preguntó con la voz entrecortada por los sollozos- nnno es adecuado, creo.
-No podía dormir y te oí llorar- respondió él- Quizá quieras hablar conmigo. ¿Qué es lo que sucede, Alaida?
-Gracias…es Ranald, he soñado con él, con su muerte- la interrumpió un profundo sollozo- ¡Lo hecho tanto de menos!
Anthenor se limitó a rodearla con sus brazos y a mecerla suavemente como si estuviera acunando a una niña mientras le susurraba al oído palabras en lengua atlante que ella no podía comprender pero que poco a poco fueron calmando su corazón.
-Ya está, pequeña, ya está…Tranquila, no me temas…
Entonces, inclinó la cabeza de ella hacia atrás, aspiró la fragancia de su cabello y la besó suavemente en la boca tierna, de labios carnosos y sonrosados.
Alaida se aferró con fuerza a los brazos de él sintiendo que a sus pies se abría un abismo y que ella caía a el… jamás había experimentado una sensación tan exquisita y tan deliciosa. A Anthenor le sorprendió la reacción de la muchacha, que poco a poco, al tomar conciencia de lo que estaba haciendo se fue poniendo rígida entre sus brazos. Se separó de ella, que se apartó de él y se sentó en la cama abrazándose las rodillas, con el largo cabello ocultando su rostro, como una niña confundida. Había traicionado la memoria de Ranald.
-Alaida-Anthenor pronunció su nombre de una manera que hizo vibrar hasta la última fibra sensible de su ser.
-Será mejor que te vayas, Anthenor-dijo ella con voz gélida, cortante- es tarde y mañana temprano abandonaremos Luzherem. Buenas noches.
-No puedes esconderte siempre, Alaida, algún día tendrás que aceptar la realidad, enfrentarte a ella- la voz de él era dura, inflexible.
-Yo no me escondo de nada.
-Lo haces impidiéndote sentir, olvidar a tu prometido muerto y no reconociéndote a ti misma que estás viva, respiras, sientes, amas y odias… Pero tú te sigues castigando. Quieres pensar que deberías haber muerto con él pero te he besado y has correspondido desde lo más profundo de tu esencia.
-Estaba confusa, Anthenor, será mejor que lo olvidemos.
-¿Es eso lo que deseas? ¿Olvidar? Diosa, todos los mortales sois iguales en ese sentido.
-Sí, es lo que deseo, quiero seguir recordando, llorando a mi Ranald, ¿lo puedes comprender?
-Perfectamente.
Buen golpe, Alaida, se dijo Anthenor. La frialdad de la muchacha lo hirió más de lo que estaba dispuesto a reconocer incluso a si mismo. Sólo había perdido la oportunidad de hacer el amor con una bella mujer humana, nada más; al día siguiente, según había dicho ella llegarían al Bosque Sagrado de Estela y allí sus destinos se separarían para siempre. Ella elegía seguir amando a un cadáver devorado por las sirenas.
Bajó al comedor y pidió una botella de ron y un vaso y sentado en una mesa situada en la penumbra se dedicó a observar a los clientes de la posada que no se habían acostado. Quizá ella había actuado de la manera correcta, aquel viaje lo estaba trastornando profundamente y también Alaida… ¿podía él prometerle algo? Sinceramente, no; nada más que una relación pasajera mientras estuviera en tierras de los oestrimnios porque si la llevaba a la Atlántida, ella no podría ser más que una simple concubina, pues atlantes y mortales no contraían matrimonio y, por si eso fuera poco, él era un mago-guerrero. Ella le hacía olvidar su condición, a la que había dedicado siglos de su larga existencia. Podría convencerla con sus dotes de persuasión o por la fuerza, usando sus poderes pero como había dicho Darethra, Alaida era una oestrimnia de puro corazón, amaba profundamente a su tierra y a su gente y lejos de allí se marchitaría como una flor.
A la mañana siguiente cogieron los caballos que habían dejado en un establo público y tomaron dirección sudeste.
Rita C. Rey. Salud, anarquía y prosperidad. ©
La capilla estaba impregnada por el aroma de los cirios encendidos y de las flores que comenzaban a marchitarse, violetas para recordar a los difuntos y lirios blancos símbolo de la pureza. El aroma la intoxicaba mientras las llamas vacilantes de las velas creaban contrastes de luces y sombras a su alrededor, iluminando las imágenes sacras como pálidos fantasmas. Cecilia terminó de orar y se persignó con lentitud con los ojos cerrados. Sabía que él había llegado y que la estaba observando oculto en las sombras pero no se volvió hacia la puerta.
Era mejor aguardar a que él diera el primer paso; se sentó en el banco de madera con las manos cruzadas sobre la larga falda negra. Observó sus propios dedos delicados y largos y las manos de artista, demasiado suaves y blancas… Manos que habían trabajado duramente; hechas para orar, dibujar, escribir y acariciar.
Y dejó que los recuerdos se derramaran en su mente mientras esperaba y la empaparan como una tormenta de verano imprevista. La casa estaba en silencio. Sus hermanos habían salido a trabajar la tierra y su madre dormía la siesta en el piso superior y ella estaba acurrucada en una mecedora de madera, tapada con un chal de lana azul cerca de la lareira encendida. Una gran olla llena de caldo pendía de una gruesa cadena sobre el fuego. Casi dormida le pareció oír que llamaban a la puerta que había cerrado porque el tiempo amenazaba lluvia, podía olerla y no le apetecía tener medio inundada la casa. Se levantó medio adormilada pensando que eran sus hermanos y se dirigió hacia la puerta arrastrando los pies.
Abrió y… se encontró ante un hombre de cabellos negros ataviado con ropas oscuras y algo polvorientas. Como era tradición de su familia ofrecer comida y techo a los pobres y a los viajeros le indicó que entrara y se sentara junto al fuego para calentarse.
-Seguro que estás aterido porque hace un frío endemoniado- le comentó mientras le servía una taza de caldo- ¿De dónde eres y que te trae por aquí? Nadie se queda en Broi, todos se acaban marchando.
-Yo he venido para quedarme- respondió él con una voz profunda que encantó a la muchacha-. Me parece una aldea encantadora.
-¿ En qué casa te vas a alojar?- le entregó la taza y se arrebujó en el chal de lana. Su cabello rubio se derramaba sobre su espalda y sus mejillas estaban encendidas por el calor del fuego de la lareira.
-En la de al lado de la Iglesia, mañana llegaran mis enseres y objetos personales. -sonrió-Gracias por el caldo.
Ella rechazó su agradecimiento con un gesto y frunció el ceño de manera graciosa.
-Pero esa es la casa del cura.
Y entonces observó el alzacuellos y se sintió estúpida.
Murmuró una disculpa y él no la aceptó. Era natural que no supiera que era un cura ya que no llevaba sotana y… era el Padre Beltrán. Había venido para sustituir al viejo Don Ezequiel que había muerto pocos días antes. Cecilia imaginó que sus carnes grasientas estaban siendo consumidas en las llamas del infierno del que tanto hablaba en sus sermones…
Beltrán se convirtió en asiduo visitante de la casa de Cecilia. Le gustaban las comidas que preparaba la madre de la joven y las risas y bromas de sus hermanos. Y la joven estaba llena de espiritualidad, como una muchacha educada en un convento. Había una profundidad en ella que Beltrán encontraba fascinante y disfrutaba narrándole viejas historias de hombres lobos malditos y de almas en pena que salían cada noche del cementerio… Y él vivía junto al cementerio. Pero aquella gente sencilla lo había aceptado como a un miembro más de la familia.
Ajena a las murmuraciones acudía varias veces por semana a ayudarle con los papeles de la Iglesia porque a pesar de ser una campesina ella y sus hermanos habían recibido una buena educación. Era inteligente y eficiente y el sacerdote estaba encantado con ella. Hasta que un día sucedió lo inevitable. Se sentía turbado por el aroma de violetas que ella siempre llevaba y por el timbre musical de su voz.
-Cecilia- la atrajo hacia si y hundió las manos en los cabellos dorados, echando su cabeza hacia atrás y fijando sus ojos oscuros en los azules de la muchacha. Se inclinó para besarla pero se separó de ella empujándola y Cecilia trastabilló y cayó al suelo- ¡Maldita seas, mujer! Tú me vas a condenar al Averno…
Cecilia suspiró ¿lágrimas? estaba llorando en un banco de la iglesia. Desear lo imposible y saborearlo durante unos breves instantes es la peor de las torturas porque no se volverá a poseer. Los pasos de él resonaron en el suelo de piedra pero no se detuvo a su lado sino que subió las escaleras que conducían al altar; su negra sotana empapada por el agua de la lluvia arrastraba por el suelo. En ningún momento se volvió hacia ella sino que inclinó la cabeza ante las imágenes en actitud de oración. Ella lo odió con todas sus fuerzas.
Y maldijo en voz baja a aquel Dios, su Dios, mientras se secaba los ojos con el dorso de la mano. Sintió que la ira la consumía por dentro y maldijo los recuerdos y lo maldijo a él…Un sacerdote. Había pecado, tenía lo que se merecía, el desprecio y la indeferencia de Beltrán. Se levantó y fue hacia la puerta de madera.
-Está cerrada- la voz de Beltrán resonó en la capilla, aún así Cecilia lo comprobó por si misma-. Ábreme, nada tengo que hacer aquí-le dijo ella con furia contenida- Tú tienes a tu Dios y yo sólo me tengo a mi misma.
Estalló en sollozos y se arrodilló sobre el suelo, atenazada por la angustia y el padre Beltrán se acercó a ella silencioso como un ánima de la Santa Compaña. Sintió sus dedos hundidos en sus cabellos y como le alzaba el rostro delicadamente por la barbilla. Pero tenía los ojos cerrados y no lo veía, se negaba a verlo porque había aceptado su derrota. Beltrán pertenecía a la iglesia y a Dios, no a ella.
Más tarde recordaría en sueños la presión de una boca sobre la suya, sobre sus párpados y sobre el pulso que latía en su cuello. Y él recuerdo de él cogiéndola en brazos y saliendo de la iglesia con ella, con el fuerte aguacero que caía calándolos hasta los huesos Y una vez en su casa le arrancó la ropa con furia salvaje olvidando al sacerdote en algún rincón en penumbra…
Más tarde recordaría que él le había confesado su amor, su pasión maldita por ella cada minuto del día y su devoción y amor a Dios. Recordaría como sus manos la habían modelado como el Señor modela las almas de los mortales y el amor inextinguible que Beltrán le inspiraba. Y recordaría que él había pronunciado su nombre con voz ronca, vibrando en su oído.
Tomar la última decisión le había resultad difícil y dolorosa. Pero ella no deseaba vivir sin poder tener lo único que amaba y deseaba en el mundo. Oró al Señor que le concediera el perdón y el olvido.
-Te enseñaré latín y nos iremos al extranjero, a Argentina o a París, donde prefieras.
-Tu lugar está aquí, ¿abandonarías a tu iglesia y a tus fieles?
Él no respondió sino que se limitó a acariciar su espalda desnuda. Aquella mujer le quitaba la razón de una manera absoluta, ¿en qué se había convertido? Había creído que estaba a salvo de las tentaciones carnales y había caído en la trampa del Maligno como un adolescente. Ella lo embriagaba como un vino fuerte y su Dios quedó relegado a un segundo plano. Su conciencia también ¿o era su conciencia la que le hacía permanecer con Cecilia en el lecho revuelto? No lo sabía y, francamente, tampoco quería hacerlo. El amor carnal estaba lleno de dolor y de placer, de una satisfación como nunca había sentido y sabía que Cecilia tampoco había sentido aquello antes.
Pensó que era hermosa y se emborrachó con la visión de su cuerpo desnudo y Cecilia lo acarició con ternura… Pero no pidió perdón a su Señor cuando se inclinó para besarla nuevamente ni sintió remordimientos. Aunque más tarde si se lamentaría y creería enloquecer hasta tal punto de pedir el traslado a otra parroquia lejana. Lejos de ella siempre, lejos. Pero su recuerdo sería una sombra fiel por mucho que se alejara de Broi y de ella.
Y cada noche su mente se atormentaba con el recuerdo de Cecilia. Podía aspirar su perfume. Detestaba las violetas y se volvió más serio y conservador, un cura que predicaba sobre el pecado y el Tormento Eterno. Beltrán sufría en vida aquel tormento.
Una noche soñó con ella y aunque su alma católica no creía en aquellas señales paganas se estremeció y gritó su nombre en silencio.Yacía en la arena de una playa blanca descalza y vestida de blanco. Una luna redonda como una moneda de plata la observaba burlonamente. La brisa marina no olía para ella a salitre sino a cirios y a violetas. Oyó el canto de las sirenas y deseó reunirse con ellas en el olvido y dejarse mecer por las olas. La arena estaba fría bajo sus pies. Poco a poco se introdujo en el mar y se dejó acariciar por las olas hasta que ya no sintió ni fue… nada.
De nuevo era una niña jugando y riendo con sus hermanos bajo la atenta mirada de su madre y la muchacha que mejor bailaba de las fiestas de las aldeas.Era Cecilia. Sólo Cecilia. Yacía entre violetas marchitas y rosas blancas.
Y escuchó como él gritaba su nombre en silencio, despertando ecos dormidos en algún rincón olvidado y oscuro de su alma. De ella misma.
Y finalmente, Beltrán se rindió.
Espérame, Cecilia.
Rita C. Rey. Salud, anarquía y prosperidad. ©
Desde lo alto de un yermo acantilado rocoso en el cual no crecía nada, una mujer ataviada con oscuros ropajes observó como un mar salvaje y grisáceo engullía, hambriento, un sol sangriento como un corazón apuñalado. El viento azotaba su cuerpo esbelto, jugueteaba cruelmente con sus largos cabellos que eran como oro fundido y convertía su negra capa en una especie de ala de pesadilla. Cerró los ojos esmeraldinos y extendió los brazos hacia el sol moribundo, como si quisiera alcanzarlo con la punta de sus dedos delicados; entonces pronunció una letanía arcana en una lengua antiquísima y su voz profunda parecía demasiado resonante para pertenecer a un cuerpo mortal.
El viento cesó y la superficie del mar se volvió plana como la de un espejo. Y tras la quietud llegó un silencio más profundo que la muerte, roto por las palabras de la mujer. En la lejana línea del horizonte apareció la negra silueta de un barco de vela; un navío fantasma que avanzaba movido por la fuerza de otra dimensión.
Era un barco portador de plagas y males como la tierra jamás había conocido ni en sus más terribles pesadillas, males capaces de alcanzar a los dioses que en una era anterior al tiempo conocido la habían expulsado a ella y a sus hermanas del mundo; liberándolo de su magia pervertida y emponzoñada.
Ella era la menor de las nueve hermanas, aquella que debía realizar la llamada que les permitiría regresar a la tierra con su cuerpo físico, y cuando eso sucediera su venganza sería terrible y no quedaría vida sobre la faz del mundo.
Los dioses estaban enterados de su regreso al igual que algunos mortales y la sola idea de la inminente lucha le producía un delicioso cosquilleo en la nuca… Había llegado el tiempo del fin, la de la muerte de los dioses, y de los mortales que eran sus siervos y alimentaban su poder con sus plegarias y sacrificios. Su mente se liberó de su prisión de carne y viajó a lo largo y ancho del mundo, observando, escuchando, buscando… Y en todos los lugares que estuvo, desde las heladas regiones septentrionales hasta los ardientes desiertos y selvas; desde los palacios de los gobernantes hasta los hogares de los más humildes, todos sintieron la presencia del MAL y sus corazones sangraron de inquietud y temor.
El chiquillo de diez años escuchó una exquisita risa femenina, un sonido delicioso que parecía provenir de todas partes y de ninguna en concreto, y que le erizó la piel de todo su cuerpo.
Entonces, para huir de la presencia se echó a correr hasta que pensó que el pecho le iba a reventar del dolor que padecía y cayó al suelo sin aliento. No gritó el nombre de su madre ni el del dios que le habían enseñado a venerar porque algo le decía que era inútil. Aguardó la Mano Helada con resignación y cerró los ojos oscuros como un pozo. Una mano invisible se posó en su cabeza y acarició suavemente sus cabellos que parecían de hollín…jamás había sentido nada tan agradable. Ella pronunció su nombre que sonó con una pureza armoniosa en sus oídos.
-Andrad,mírame…
Él no quería hacerlo, no quería mirar el rostro del mal y ver reflejado en él todas las pesadillas y maldades del mundo.
-Andrad… tú eres nuestro elegido… nunca morirás y gozarás del poder absoluto que nosotras te otorgaremos…
Y Andrad la miró. La mujer parecía una muchacha muy joven de belleza soñada y de ojos verdes, claros y luminosos como gemas. Vestía una sencilla túnica negra que hacía destacar la palidez albina de su tez y tenía una sonrisa dulce y no grotesca, como él había imaginado. Comprendió que estaba ante una imagen fantasmagórica o astral de la mujer, que el cuerpo físico de ella estaba muy lejos de allí; sin embargo, era lo más real que había visto en su breve vida.
Cogió la mano que ella le tendía.
Y el mundo dejó de girar.
Sintió que se deslizaba a algo que era más profundo que el sueño y que los brazos de ella lo cogían. Viajaban por senderos crepusculares más veloces que el viento y sólo despertó cuando llegaron al acantilado desde el cual ella había invocado a sus hermanas.
La mujer le indicó con un gesto que la siguiera y ambos descendieron por el empinado camino que conducía a la playa, tan alto y estrecho que Andrad tenía el estómago en la garganta. Ella descendía con una ligereza felina y al mirarla él se iba olvidando de su madre, de su familia y de todo lo que había formado parte de su vida hasta entonces.
Había un navío velero anclado en la orilla de la playa,era negro como la noche, y lo rodeaba un áurea oscura.De el salieron ocho mujeres ataviadas de negro, con largas cabelleras negras, castañas, pelirrojas o rubias y ojos con las tonalidades y matices de las piedras preciosas.
Las nueve hermanas lo rodearon formando un círculo perfecto y Andrad cayó de rodillas sobre la arena. Ellas empezaron a cantar en la misma lengua que había utilizado su hermana para llamarlas… y la noche se cernió sobre la tierra.
-Andrad, despierta-la voz resonó en sus oídos con dulzura. El chiquillo supo que estaba en casa y que todo había sido una pesadilla…
Yacía en un lecho con un dosel de seda granate y una luz tenue y difusa, como soñada, entraba por tres altas ventanas ojivales Una bandada de cuervos proyectó sombras negras en la alcoba y Andrad se extremeció. ¡Aquel no era su hogar! Las nueve hermanas rodeaban la cama como una manada de lobos y le sonreían y Andrad se olvidó de todo.
Más tarde, cuando ya le habían ofrecido deliciosos manjares, lo habían lavado en una gigantesca bañera de mármol y vestido con una toga blanca de una tela liviana como la niebla,la hermana que había pronunciado la llamada lo cogió de la mano y le indicó que cerrarse los ojos.Andrad obedeció y volvió a experimentar que viajaban a velocidades imposibles por caminos vetados incluso a los dioses.
En el centro de una llanura esteparia había un antiguo templo de piedra, tan enorme que el chiquillo pensó que lo habían construido gigantes. Las hermanas se dirigieron en fila india hacia el lugar, encabezadas por la que tenía el cabello como un río de cobre y ojos de un verde tan oscuro y profundo como el musgo Él las siguió en silencio.
Nunca podría recordar lo que vio en el interior del templo ni lo que allí sucedió, sólo comprendió que ellas no eran ni mortales ni dioses; eran la encarnación de la Magia. Cuando llegara el final del mundo, Andrad lloraría por él pero vería el nacimiento de una era eterna y sería más poderoso que un dios.
En sus viejas ropas encontró una pequeña esfera de vidrio coloreado; extrañado se preguntó como había llegado hasta allí y la dejó olvidada en cualquier lugar…
Rita C. Rey. Salud, anarquía y prosperidad. ©
Santiago de Compostela, invierno de 1981.
Había visitado la catedral aquella misma mañana, le encantaba observar el trasiego de peregrinos que iban a aquel viejo edificio de piedra tras hacer el camino de Santiago. En los meses del lluvioso invierno gallego no había tantos peregrinos pero sí había muchos turistas a los que los compostelanos trataban con una mezcla de cortesía y retranca propia de un pueblo de emigrantes. Él ya no se sentía extranjero en aquella tierra, después de todo era hijo de una irlandesa y de un italiano, nacido en uno de los barrios más míseros del Boston de fines del siglo XIX. Había quien afirmaba que Galicia e Irlanda eran naciones hermanas, él nunca había podido negar que tanto bebiendo una guinnes en una taberna de Dublín como una taza de ribeiro en Santiago se sentía como en casa. A lo largo de su vida él había creído en muchas cosas pero nunca en Dios, a pesar de que había sido criado en una buena familia católica temerosa del castigo divino. No era una motivación religiosa lo que lo instaba a visitar con frecuencia la catedral sino sus recuerdos, la imagen grabada a fuego en su mente de una joven de cabellos negros como ala de cuervo…
Ahora se encontraba cómodamente sentado en un mesón donde servían comida casera por un precio irrisorio y contra los consejos de sus médicos, pidió un buen plato de caldo gallego y raxo con patatas cocidas, acompañado con pan de centeno negro. Un hombre que había pasado de los noventa años tenía derecho a elegir su menú, por mucho que dijesen los inútiles de sus médicos… él, el padrino de una familia italoirlandesa, una leyenda vivienda del crimen organizado, era tratado como una criatura por los doctores contratados por sus preocupados y amantísimos familiares. Que se los llevara el demonio a todos.
Con los viejos sucedía lo mismo que con los niños, que siempre había alguien que sabía lo que era mejor para uno y, generalmente, a los primeros no les importaba porque vivían de sus recuerdos, con la seguridad que da la experiencia podían vislumbrar a su hijo o a su nuera en su mima situación…Ah, la experiencia siempre es un grado. Sonrió a un niño pelirrojo, que bien habría podido pasar por irlandés porque el pequeño contempló con admiración sus grandes manos surcadas de arrugas y manchas; el niño las comparó con las suyas propias, pequeñas y suaves y le dijo:
-Debes de ser moi vello- era una afirmación más que una pregunta.
-Si que o son, ¿Cantos anos tes, picariño? – confirmó él, deteniendo con la mirada a la madre dispuesta a echar un rapapolvo a su hijo por molestar a una persona mayor.
El pequeño levantó una mano para mostrar que tenía cinco años.
-Cumpriu cinco anos no mes de Xuño, é un traste, non dou abasto con el- le dijo la madre con un marcado acento de las Rías Baixas, con el tiempo, él había aprendido a distinguir las características del habla gallega tan bien como un nativo de aquella región.
-Os nenos son o mellor do mundo, a miña primeira filla morreu cando tiña once anos e aínda no me fago a idea- contestó él, sin buscar compasión, solamente exponiendo un hecho cruel de su vida.
-¿Vostede é inglés? Moncho, alí está o teu primo, vai canda el pero ten coidado.
-Norteamericano, pero de ascendencia irlandesa- contestó él- Coñecín Galicia a principios dos anos vinte e namoreime desta terra.
La madre sonrió encantada de que alguien le dijese la verdad universal que en el fondo de su alma creen todos los gallegos; que Galicia es un pedazo de paraíso en la tierra. Ella se sentó en la mesa del anciano y pidió un carajillo con un trozo de tarta de santiago, el pidió un café solo y de postre, filloas. Disfrutaba hablando con aquella joven mujer desconocida; ella tenía profundas ojeras y las manos destrozadas por el uso continuo de la lejía y del amoníaco. Sí, confirmó ella a su pregunta, trabajaba como limpiadora en un restaurante y en dos casas, no tenía estudios y era la única manera de sacar adelante a su hijo ella sola. El marido había desaparecido en la mar tres años antes, no tenía familia y el gobierno no le concedía ninguna ayuda porque hasta que no apareciera el cuerpo de su marido, no podía ser declarada viuda. Sacó un cigarrillo de un paquete de ducados que él encendió con un zippo de oro con un gesto automático y elegante.
Boston, primavera de 1924.
Un joven matrimonio ha hallado esta tarde el cadáver de una niña envuelto en una sábana en el bosque de Elvenwood, cercano al pueblo de Heaven´s Door. El cuerpo se hallaba en avanzado estado de descomposición por lo que se deduce que lleva muerta varias semanas o incluso meses. Se desconoce su identidad por el momento aunque la policía del condado se encuentra haciendo indagaciones sobre las familias que han declarado la desaparición de una niña en el último año.
Nueva York, Octubre de 1924
Loretta se sirvió una copa de Brandy, la tercera de aquella mañana. Como de costumbre se había despertado muy tarde y había vagado como un alma en pena en camisón por el piso de First street como un alma en pena. La casa estaba hecha un asco con la ropa amontonada por el suelo, la vajilla sin lavar y pilas y pilas de revistas y periódicos sobre las mesas, sillas y cualquier superficie que no estuviera ocupada por restos de ropa, zapatos, joyas o cajitas de maquillaje de Coco Chanel. Loretta se dejó caer en un diván de estilo oriental donde sobre un cojín de raso verde claro descansaba un collar de perlas que valía la vida de un hombre y lo arrojó al suelo antes de sentarse en el para controlar el mareo. Se recostó y se echó a reír a carcajadas, con la cabeza hacia atrás, los miembros temblorosos y los ojos abiertos como platos.
Al desayuno mezclaba tal cantidad de opiáceos y cocaína que habrían tumbado a un hombre corpulento; era una costumbre que había adquirido ya antes de separarse de su marido cuando Bessie era una niña de corta edad. Sonrió en medio de su locura recordando a la pequeña que tenía el cabello rubio como el de un ángel Loretta carecía del más pequeño sentimiento maternal, no obstante debía reconocerse a si misma que aquella criatura nacida de su unión con Duncan era una obra maestra. En los tiempos lejanos, felices y brumosos de los primeros años de su matrimonio, Duncan las contemplaba extasiado, la madre y la niña, rubias y delicadas como una virgen renacentista con el niño. ¡Ah, Tiziano sin duda alguna las habría pintado!
Duncan era un apasionado del renacimiento italiano. Loretta carecía del más mínimo sentido artístico y atribuía aquella “manía” a la ascendencia italiana de su esposo. No importaba, él siempre tenía dinero a mansalva para gastarlo en joyas, abrigos de pieles, fiestas y todos los caprichosos que su carácter voluble le pedía. Era un hombre que le gustaba complacer y que rara vez hacía preguntas.
No obstante, Loretta lo había temido. Y lo seguía temiendo después de tanto tiempo y de tantos de tantos kilómetros que lo separaban de él.
Duncan lo daba todo.
Y a cambio lo exigía todo… hasta más allá de la muerte, a sus hombres, a su familia y, sobre todo, a su mujer.
Ella lo había sabido desde el principio porque Duncan no engañaba, llevaba siempre la verdad por delante y cuando el desastre se había desencadenado con la fuerza devastadora de una tormenta tropical, conocía las consecuencias.
El agudo timbre del teléfono la sacó de su letargo; como un autómata se incorporó del sofá, descolgó el auricular que descansaba sobre una mesita de estilo Art Decó y a los pocos segundos cayó de rodillas en el suelo, pálida como un cadáver.
(continuará)
Rita C. Rey. Salud, anarquía y prosperidad. ©