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Escrito por Ananke el 26/07/09

La Venganza


Ilyana

Leila de Sir Francis Dicksee Los techos de paja de las casa de la aldea ardían bajo el sol del mediodía invernal. Los guerreros, montados en corceles negros que parecían haber surgido del Infierno atravesaban con sus espadas a los campesinos, cortaban cabezas que rodaban por el suelo como si fueran canicas, rasgaban el vientre de las mujeres y arrojaban a los niños a las llamas. Y al hacerlo reían, como si estuvieran ebrios de licor y de sangre. Un hombre anciano, alto y delgado observó la masacre desde el bosque y se volvió hacia una muchacha que permanecía a su lado temblando mientras gruesas lágrimas resbalaban por sus mejillas.

-Tranquila, Ilyana, tranquila- le dijo con voz calmada y carente de pasión alguna- Pronto vengaremos a los nuestros.

-¿De qué modo, abuelo? ¿Cómo vamos a combatir contra lo berserks?- inquirió ella- ¡No son hombres si no demonios!

-Escucha con atención y graba bien mis palabras en tu mente: Esta noche…

El anciano mago dibujó un símbolo arcano invisible en la frente de la joven, mientras recitaba una larga e interminable letanía en una lengua olvidada. Ella aguardó con paciencia, mientras en su mente los cadáveres de sus padres, hermanos y amigos clamaban venganza. Los berserks todavía no habían abandonado la aldea, habían desmontado de sus caballos y se dedicaban a arrancar las joyas de escaso valor de las mujeres y, a manosear rudamente los cuerpos sin vida, algunos mutilados, de las más jóvenes. Un guerrero aún más enorme que los otros, casi un gigante, apareció en el camino montado en un semental tan negro como el carbón, como el día en el Erebo. Su armadura de hierro era idéntica a la de los otros, cubierta por pellizas de piel de lobo y de oso, pero llevaba un yelmo que ocultaba por completo su rostro. Los guerreros se detuvieron y lo observaron con una mezcla de respeto y de temor.

-¿Qué demonios es todo esto? Habéis masacrado a labriegos y mujeres como vulgares perros cobardes. El valor de un guerrero no se mide por atravesar a un niño- barbotó lleno de una cólera fría- ¿quién dio la orden de atacar Robledal Azul?

Nadie contestó. Uther se quitó el yelmo y ellos observaron que las brasas de ira que ardían en sus ojos azules. Uther tenía fama de ser tan frío e impecable como las tierras heladas que cubrían el confín norte de la tierra, allí donde vivían los espíritus del hielo y de la nieve y se hallaba la Montaña Sagrada de las Hilanderas; más allá incluso de la región de los berserks…

-Bien, como os negáis a contestar, cada uno de vosotros será decapitado esta medianoche. Cogió un cuerno de hueso de una bolsa de cuero y se lo llevó a los labios produciendo un extraño sonido.

Pronto aparecieron más guerreros en la aldea que siguiendo las órdenes de su señor, despojaron a los traidores de sus armas y los encadenaron con gruesas cadenas a sus sillas de montar. A una orden de Uther partieron hacia el campamento. Condenados hijos de la Gran… ahora sería prácticamente imposible encontrar al viejo mago. Dejó que sus hombres lo adelantaran y él se quedó en la retaguardia ¿Se habría refugiado Aengus en el bosque? El mago no había muerto, de eso estaba tan seguro como de su nombre.

Los guerreros se alejaron. De repente, algo sacó de sus mediaciones a Uther, algo que realmente no esperaba. Una mujer se arrojó contar su caballo intentando herirlo con una pequeña daga. Sombra, casi la pisoteó con sus cascos. Él detuvo a su montura y descendió ágilmente, pese a su corpulencia y el peso de la armadura. Ella, que en realidad era casi una niña le gritó algo que él no comprendió pero que imaginó que era un insulto poco halagador y nuevamente intentó apuñalarlo. Uther rió y la cogió de las muñecas, la joven se revolvió como un animal herido e intentó darle una patada.

-¡Tranquila!, ¡tranquila! Menuda fiera… ¿ No serás de Robledal Azul?- ella no contestó pero mirando sus oscuros ojos, como terciopelo negro la respuesta era clara como el agua- No puedo dejarte sola y desamparada, muchacha. Te llevaré conmigo es lo menos que puedo hacer. Pero ten cuidado con lo que haces.

Nuevamente montó, ahora con la joven entre los brazos. El largo cabello negro, perfumado con lilas le cosquilleaba la cara sin afeitar desde hacía cuatro días. Tenía un talle esbelto y era de estatura mediana, pequeña para él. A pesar de su recatado vestido negro podía adivinar un busto lleno. ¿Cuántos años tendría? Ella no parecía dispuesta a mantener conversación de ningún tipo, realmente no se parecía en nada a las mujeres que él conocía. Aunque a decir verdad, a él las mujeres le eran unas criaturas indiferentes, la pasión de la batalla no se podía comparar con la pasión de una mujer. Las rameras eran frívolas y no quería a mujeres por las que tuviera que pagar, las otras eran, generalmente insulsas y las pocas que no o estaban casadas o prometidas. Por los dioses, ésta si tenía sangre en las venas. Sólo consiguió averiguar su nombre: Ilyana.

En realidad, un berserk no se haría cargo de una criatura como aquella pero algo en su conciencia le instaba a cuidarla y protegerla. Conciencia… dioses, ¿Tenía él conciencia?

En el campamento quedó claro que Ilyana sólo estaría a salvo en la tienda de Uther. Los amenazó con convertirlos en eunucos si le tocaban un solo cabello.

-Te quedarás aquí hasta que regrese, ¿has comprendido, muchacha? Apostaré dos hombres en la entrada por si se te ocurre intentar huir.

-Sí, mi señor- respondió mansamente Ilyana.

Cuando él salió de la tienda ella sonrío. El suelo estaba cubierto de pieles y el lecho donde Uther descansaba era un montón informe de más pieles. Se quitó el vestido negro, los zapatos y se quedó vestida con la camisa de tirantes de hilo fino y unos pantaloncillos ribeteados de encaje. Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y la espalda recta. Su mente se elevó, atravesó las barreras físicas y buscó la mente del anciano… Lo encontró rodeado de una manada de lobos en una región lejana y extraña para ella; un lobo lamió la mano del mago, que pronunció su nombre mentalmente: Ilyana…

No podré matarlo, abuelo, es demasiado fuerte…si intento degollarlo él me arrancará los brazos y la cabeza. Te busca, sabe que sigues vivo. Si descubre quien soy todo estará perdido…

Paciencia Ilyana, paciencia. Haz lo que te he aconsejado y todo saldrá bien. No temas nada, yo velo por ti, pequeña.

Uther se reunió con sus dos hombres de confianza: Ragnald e Isaías. Los tres eran amigos y compañeros de aventuras desde su infancia en el lejano norte.

-El mago ha huido.

-Uther, olvídalo- dijo Ragnald- No buscamos a un mortal corriente, el puede matarte con unos de sus encantamientos.

-No, Aengus no hará eso amigo mío… él también desea el enfrentamiento final.

-¿Cómo piensas encontrarlo? Nosotros somos berserks pero él es un mago. Nuestros hombres han destruido su aldea y él no se ha vengado.

-Lo hará, no os preocupéis. Aengus es un lobo, no teme a nada y mi hermana, Nara será vengada.

Continuaron conversando sobre el viejo mago. Nadie volvió a pronunciar el nombre de Nara. Bebieron un cuerno de cerveza y le preguntaron por la joven que había llevado al campamento. Ya era hora que se interesase por las mujeres…

Por la noche los guerreros cenaron carne seca y una sopa de verduras demasiado salada. La mayoría, excepto los que tenían que hacer guardias se retiraron a sus tiendas a descansar o a preparar sus armas, a las que trataban con un cuidado inmenso. Para un berserk su espada lo era todo.

Uther e Ilyana cenaron juntos. Ella casi no comió nada mientras él devoró su ración. Le ofreció un cuerno de cerveza que ella rechazó.

-Vamos, no seas recatada, nadie te va a reprochar que te embriagues y te servirá para olvidar.

Olvidar… sería tan delicioso. Le arrebató el cuerno y lo apuró sin despegar los labios; Uther la contempló con admiración y luego se echó a reír.

-Acuéstate- le ordenó- y quítate ese vestido negro para descansar, muchacha.

-No mientras esté con un bárbaro salvaje.

-No abuso de criaturas, me lo impide mi honor.

Ilyana se echó a reír, ¿honor? Los berserks eran asesinos.

Naturalmente no le quedó más remedio que acostarse junto a él. No se atrevía a contradecirlo y estaba demasiado agotada para discutir… él se quedó dormido en cuestión de segundos, mientras ella daba vueltas en el lecho de pieles. Lástima que se hubiera dormido, de repente le apetecía hablar. Casi estaba dormida cuando le surgió un problema que no sabía como solucionar. Despertó a Uther con apremio.

-¿Qué tienes, muchacha?- era tan idiota que no podía llamarla por su nombre, Ilyana pero ahora ella necesitaba urgentemente- Ah, ya entiendo, no te preocupes, la cerveza tiene esos efectos. Te llevaré fuera.

Salieron y él la llevó a unos matorrales que a ella no le parecieron muy seguros.

-¿A qué esperas? No voy a mirar ¿Sabes que eres increíblemente recatada?- él se reía de buena gana y eso la enfurecía.

De nuevo en el lecho se quedó dormida nada más reposar la cabeza al contrario que el guerrero.

Los días transcurrían con lentitud. Al quinto día levantaron el campamento, montaron en sus caballos y se dirigieron hacia el Este. Ilyana montaba en un caballo blanco siempre vigilada por Uther y sus hombres de confianza. Sorprendentemente no volvió a intentar apuñarlo e incluso mantenía interesantes conversaciones. Atacaron al ejército de la ciudad de Puerto de Miel y vencieron. A Ilyana casi le admiraba el valor de aquellos hombres, manejaban sus espadas con la misma destreza que Aengus manejaba los componentes de sus hechizos, no temían ni a la muerte ni al dolor. Sólo el recuerdo de los suyos, masacrados por los berserks le impedía sentir aprecio y afinidad hacia Uther. Observó como un caballero de la ciudad lo atacaba con un hacha. Uther lo golpeó con su espada, cayó y ambos combatieron en el suelo. Uther y su espada parecían haber surgido de las tinieblas. No era un hombre corriente, ni siquiera para ser un berserk.

Se instalaron en la casa del alcalde de la ciudad. Ilyana temía que alguien la reconociera y se negaba a salir de su habitación. Un día Uther la obligó a salir. Pasearon por las calles empedradas y hablaron de sus anhelos, de casi todos. Entraron en la tienda de una modista y eligió para ella un vestido de terciopelo tonalidad burdeos. Estaba encantadora. Pagó y le insistió que no se lo quitara, cosa que ella aceptó amablemente y se lo agradeció con un beso en la mejilla. No cabía duda de que la modista pensaba que era su barragana, pero qué importaba… Aengus tenía razón.

Ilyana solía tocar el arpa y cantar antiguas cantigas. Tenía una voz preciosa y Uther cada vez se sentía más y más atraído por ella. La codiciaba.

Una noche él entró borracho y tambaleante en el dormitorio de la joven, la cual dormía profundamente. Maldita perra. Semejaba ser tan inocente…rodeó su cuello con su mano y apretó; ella se despertó revolviéndose asustada.

-¿Por qué no me dijiste que eres la nieta del mago? Pensabas que podías ocultarlo siempre, ¿Verdad?

-No me toques, demonio.

-¿Dónde está Aengus?

-¿Crees que voy a traicionar a mi abuelo? Sólo eres un salvaje y un asesino. Un hijo de P…- Uther la abofeteó con fuerza y ambos se enzarzaron en una pelea absurda hasta que él se cansó y la ató con una cuerda a la cabecera de la cama. Se inclinó sobre ella y la besó en la boca, Ilyana lo mordió, él volvió a besarla… Ella cada vez se iba resistiendo menos…

-Desátame, por favor…

-Desde luego que no, mí querida fiera.

Ilyana tenía la piel ebúrnea y exquisitamente suave. Uther deslizó sus manos rudas por sus piernas y le arrancó el camisón. Hundió los dedos en sus cabellos y aspiró su perfume.

Más tarde, cuando ella se hubo dormido él dijo:

-Has perdido la partida Aengus, ahora eres tú quién vendrá a mí si quieres recuperar a tu nieta.

Algo le remordía la conciencia, Ilyana sólo era un peón de Aengus … acalló aquella voz interior y salió de la alcoba. Muy pronto su hermana sería vengada.

Ilyana se despertó llorando, ella que confiaba en Uther… Intentó salir pero la puerta estaba cerrada; desesperada se puso a pasear por la habitación, como un animal enjaulado hasta que se detuvo ante un espejo de cuerpo entero. Se ató la bata con fuerza y se miró con detenimiento, seguía siendo la misma a pesar de… Pensaba que iba a cambiar más. Lo mataría con sus propias manos, pensó. Una sombra se movió en la habitación.

No estaba sola pero la nieta de un mago no temía ni a las criaturas invisibles ni a los espíritus de los muertos… La presencia la observaba, podía sentir su aliento invisible en el rostro.

-Muéstrate, espíritu o déjame en paz, no quiero perder el tiempo contigo- dijo en voz alta.

El espíritu se mostró; era una joven de cabellos rubios vestida con una túnica blanca, una nórdica.

-No te conozco.

-Lo sé, soy Nara, la hermana de Uther- dijo el espíritu- Necesito tu ayuda.

Ilyana se sentó en la cama y empezó a escuchar atentamente a Nara. Mientras sus palabras la transportaban al lejano Norte y al pasado… Sonrío, aún no había perdido la guerra.

Uther

Contemplé a Ilyana, la nieta de mi enemigo que se encontraba en el balcón de su alcoba. Mirándome con rabia infinita mientras una sarta de maldiciones eran pronunciadas por su boca dulce, que yo había saboreado. Ella me amenazó con arrojarse al vacío si me acercaba un paso más hacia su persona; entonces yo no podría consumar mi venganza personal hacia el abuelo, un poderoso mago, de la joven. El odio brillaba en las profundidades de sus ojos, tan oscuros como el abismo. Pero Aengus no era ni siquiera un fantasma en mi memoria en aquellos momentos, temía que Ilyana, orgullosa y temeraria como pocas mujeres, cumpliera sus palabras. Aprovechando un descuido de ella me deslicé en el balcón y la agarré con fuerza por la cintura, se revolvió y me injurió como ningún guerrero lo había hecho jamás. Pequeña fierecilla… La asomé al balcón y le hice contemplar el suelo a varios metros de distancia.

-Si quieres te ayudo a acabar con todo, si tanto lo deseas… pero esperaba más de la nieta de Aengus- le dije cruelmente; y noté que ella temblaba como un gorrioncillo. La arrojé de un empellón al interior de la habitación, cayó al suelo y la miré consumido por la cólera- No vuelvas a intentar nada semejante, tu vida me pertenece, Ilyana.

-Que los gusanos te devoren en vida, Uther-replicó. Admiré su valor o su temeridad, la mayoría de la gente no insulta a un guerrero berserk a la cara; era una digna nieta de Aengus, pensé mientras me acercaba a ella, que aún no se había levantado.

La agarré por los cabellos hasta que quedó de hinojos, vi las lágrimas en sus ojos pero no podía permitir que volviera a intentar suicidarse. Nunca había contemplado unos ojos tan oscuros como los de Ilyana, eran como la noche en el infierno de Hell. Hice que se incorporara, hipnotizado por sus ojos y me incliné para besarla; no me rechazó sino que me rodeó con sus brazos, atrayéndome contra su cuerpo esbelto. Sentí que el corazón me iba a estallar en el pecho.

-Estúpida temeraria, no puedo permitir que mueras- le susurré al oído- te necesito.

Ilyana no dijo nada pero supe lo que estaba pensando, mis hombres habían masacrado su aldea, yo era el enemigo mortal de su abuelo, el único pariente con vida que le quedaba y a ella la había esclavizado y poseído por la fuerza. Pero la necesitaba no para consumar mi venganza sino porque ella era la única persona, a parte de mi madre y de mis amigos de confianza que no sentía repulsión por las cicatrices que adornaban mi cara y mi cuerpo. La necesitaba porque me agradaba conversar con ella, porque disfrutaba de su compañía, porque tenía el cuerpo de una mujer pero tenía el alma de una niña, porque era inteligente y poseía un fabuloso sentido del humor… A pesar de que era la nieta de Aengus. No le dije lo que pensaba pero la llevé a la cama. La desnudé, deleitándome con la visión de su cuerpo desnudo, nunca había acariciado una piel tan suave como la suya.

Aquella mujer era como una bebida embriagadora para mí, más que la batalla y que la guerra. Oh, Uther, ¿quieres acabar como un granjero sin gloria, compartiendo tu vida con una mujer que no es de tu raza? Eres un berserk, siembra el mundo con tus bastardos pero no olvides que eres un guerrero.

Y estaba mi hermana menor, Nara, un fantasma en mis recuerdos. Nara, que había nacido con el don de la profecía y había vivido como cualquier muchacha norteña hasta la llegada del mago, Aengus, que la arrastró a la Hermandad de Hechiceros para que aprendiese a controlar su poder… Pero el don la mató lejos de su familia por la ambición del viejo mago. Y yo acabaría con su vida, era una justa venganza, su muerte por la muerte de mi hermana.

Aparté a un lado los recuerdos que, a veces, son más dolorosos que una herida. Hice que Ilyana se pusiera boca abajo y la empecé a besar…Mucho más tarde me dormí con un brazo bajo su cuerpo, enredado en el río de ébano de sus cabellos y su cabeza sobre mi pecho, abandonada a un profundo sueño.

Entre algunos de mis hombres parecía que la nueva situación de Ilyana ¿Cómo mi amante? no les convencía ni agradaba demasiado. No obstante era su jefe y nadie se atrevía a decir nada delante de mí, excepto mis dos hombres de confianza, Ragnald e Isaías.

-¿ Olvidas que es la nieta de tu mortal enemigo?- me preguntó Isaías una noche que compartíamos cena en una posada cuyo nombre no recuerdo- Te ciega la lujuria, Uther y hay rameras más hermosas.

Le coloqué una daga al cuello y le dije que no osara repetir esas palabras; él asintió.

-Si algo le llega a pasar os desollaré a todos y cada uno con mis propias manos…

-No sabía que era tan importante para ti, Uther- me dijo sencillamente- La protegeré con mi vida si es necesario.

-Lo mismo digo, amigo mío- intervino Ragnald- Mi deuda contigo será saldada algún día.

-Los amigos no tienen deudas entre ellos.

Aengus y su ejército de sombras acamparon al norte de la ciudad de Puerto de Miel. Un correo que no era más que un chiquillo me hizo llegar un mensaje exigiéndome que dejara en libertad a su nieta y que abandonara mi idea de absurda venganza. El fantasma de Nara clamaba venganza en mi mente… Tardé unos días en enseñarle el mensaje a Ilyana, la cual había pasado de detestarme a todo lo contrario.

-Oh, ya lo sé tu hermana Nara me lo dijo, no te preocupes por nada, yo hablaré con mi abuelo…

-Ilyana, mi hermana está muerta- le dije- No puedes hablar con ella.

El Rapto de las Sabinas de Jacques Louis David

Mi respuesta fue que si quería a Ilyana que luchase por ella en vez de huir como un cobarde. La batalla tuvo lugar tres días más tarde en un erial al oeste de la ciudad, me despedí de la muchacha, la cual me besó apasionadamente con lágrimas en los ojos para retenerme a su lado; yo correspondí a su beso pero la dejé bajo la protección de unos hombres en el castillo. El día estaba nublado, soplaba una brisa húmeda y fría que anunciaba lluvia. Mis guerreros berserks estaban excitados con la idea de la batalla, ya sentían la adrenalina en sus cuerpos y aferraban sus armas con amor. Dicen que la espada es el verdadero amor de un berserk.

Nunca había visto un ejército tan inmenso como el de Aengus: jinetes de las estepas orientales, mercenarios a sueldo y seres de sombra surgidos del Inframundo; su clamor recordaba al lamento de los condenados… Y ante ellos, se hallaba Aengus, alto y magro como yo lo recordaba, ataviado con una túnica negra agitada por el viento. La batalla comenzó, no podría decir a cuantos guerreros derribé ni a cuentos atravesé con mi espada o cercené sus cabezas con mi hacha de guerra. Por cada guerrero enemigo que mataba aparecían cuatro y, al igual que yo, mis hombres empezaban a sospechar que era algo debido a medios arcanos… Había que matar o capturar a Aengus, me dije. Obsevando como un jinete estepario cortaba en dos a uno de mis berserks. Pero un guerrero se lanzó contra mí y en el fragor de la lucha perdí de vista al anciano.

He perdido la cuenta de las horas que transcurrieron, yo diría que fueron años. Cada vez eran más, como si Aengus hubiera abierto una brecha en el Averno y llamara a los guerreros muertos a combatir en su ejército. Recibí varios tajos profundos pero no demasiado graves pese a que sangraba como un cerdo en la matanza, la rabia podía conmigo… estaba tan cerca de consumar mi venganza, mi razón de ser durante los últimos años. Cuando sólo quedábamos diez berserks, Aengus volvió a aparecer. Elevó los brazos al cielo y pronunció una extraña letanía, poco después los relámpagos iluminaron el campo de batalla; sólo entonces me di cuenta de que era de noche. La lluvia comenzó a caer embarrando el suelo, ensangrentado contemplé a mi enemigo mortal y le grité que luchara conmigo.

-No te refugies en tus artes arcanas, Aengus- grité y el viento llevó mi voz.

Aengus respondió que no temía luchar contra el mejor de los berserks, al contrario, era un enorme placer para el. Atónito, observé como el viejo mago se convulsionaba y retorcía horriblemente y de su cuerpo surgía un guerrero de negra armadura, gigantesco, que portaba un espadón y un mazo… el guerrero me retó y yo pensé que pronto me reuniría con mi hermana.¡ Valor, Uther! Aferré mi espada con fuerza y me lancé al combate.

En algún momento el mundo dejó de girar y de existir, mordí el polvo pero Aengus en lugar de rematarme aguardó a que volviera a incorporarme. Pero yo había perdido demasiada sangre y estaba tan débil como un niño que comienza a andar.

El guerrero se transformó de nuevo en el nigromante.

-Tu hora a llegado, Uther.-dijo.

Ella apareció montada en un caballo blanco, el mismo que unas semanas antes la había llevado como mi cautiva a Puerto de Miel. Llevaba el cabello suelto y el vestido de terciopelo burdeos que yo le había regalado antes de saber que era la nieta de Aengus, nunca había estado tan bella. Comprendí que había acudido a contemplar mi derrota a manos de su abuelo, la sangre llama a la sangre… quise decirle tantas cosas…

-¡No! ¡Detente abuelo, por favor!-. Oí que gritaba, pero las tinieblas habían invadido mi mente- si lo matas yo me suicidaré para irme con él.

Pequeña, no oses decir eso… sentí la hoja de la espada de Aengus contra la garganta, el metal era frío como el hielo. Supe, que afortunadamente, Aengus no había escuchado las súplicas de Ilyana, para un guerrero berserk derrotado sólo queda la muerte, la más dulce de las compañeras; sentí el filo que empezaba a penetrar en mi carne y…

El mago se tambaleó y el arma cayó al suelo. Aturdido, Aengus contempló el puñal que Ilyana, su nieta, le acababa de clavar en el pecho, a la altura del corazón. Su nombre fue lo último que pronunció mientras contemplaba su rostro surcado de lágrimas. Luego, ella se arrodilló a mi lado e intentó limpiarme la sangre mientras decía una y otra vez que todo había terminado.

Era cierto. Aengus estaba muerto, aunque no por mi mano. Ilyana, cuando hubo curado mis heridas y tras dar sepultura a su abuelo y a los guerreros caídos, entre ellos Isaías y Ragnald, me pidió que la llevara de vuelta a su aldea masacrada. Así lo hice, pensando que ella, tal vez, quería desposarse con un granjero de alguna aldea vecina; una muchacha como ella seguro que había tenido muchos pretendientes que la aceptarían a pesar de haber sido mi amante. Ilyana contempló su aldea, Robledal Azul y se volvió hacia mí.

-¿ Está muy lejos tu tierra, berserk?

-A varias semanas de viaje, ¿Por qué?

-Oh, sólo quería saber si nuestro hijo podrá nacer en nuestro nuevo hogar. Por cierto, ¿ qué tal se te da cocinar?

-Fatal, la comida del ejército es horrible- contesté mientras ella arrancaba una brizna de hierba- ¿Y a ti?

-Oh, entonces tendremos que contratar una cocinera… si es que no somos pobres.

Me eché a reír a grandes carcajadas; Ilyana me miró furiosa pero pronto una gran sonrisa iluminó su cara y el sonido musical de su risa se mezcló con la mía. En el camino al norte, Ilyana se detuvo a recoger espino blanco y otras plantas en las que yo nunca me había fijado, para ofrecérselas a mi hermana Nara en el fuego del sacrificio, en forma de humo y de cenizas. Creía que de esa forma, el alma atormentada de mi hermana alcanzaría la paz y que ayudaría a su abuelo, el mentor de Nara, a alcanzarla a su vez.

He dejado atrás una vida dedicada a la guerra por la mujer más encantadora que hay sobre la faz de la tierra. No necesito la adrenalina ni el placer de la batalla, del combate, mientras ella comparta mi lecho y sea la dueña de mis pensamientos y de mi corazón. He puesto mi vida en sus manos, Ilyana me salvó de morir y ahora le pertenece a ella, y a pesar de que para cualquier berserk es mejor la muerte que la derrota yo prefiero criar junto a ella a nuestra hija, a la que hemos impuesto el nombre de Nara, en memoria de mi hermana.

Descansad en paz, Nara y Aengus, siempre estaréis en nuestra memoria.


Libro de Visitas

Rita C. Rey. Ananke. ©

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Escrito por Safo el 11/12/11

La premonición del destino


Capítulo I

Clara y Felipe se han pasado la vida de mercado en mercado haciendo el trueque y vendiendo. No tienen ciudad natal; duermen sobre paja, bajo el techo de una vieja carreta dirigida por un corcel de blancas crines y mirada alegre. Comen de lo poco que ganan y, aun así, nunca han tenido problemas graves de salud.

Clara es una muchacha de cabello liso y moreno, con una estatura media y de complexión delgada; su cara es fina y suave como el terciopelo, y sus ojos negros como el azabache. Su padre es muy alto y delgado, tiene el pelo castaño, su cara es redondeada y sus ojos marrones cual tronco de una encina.

Ella no sabe nada acerca de su madre, tan sólo que murió cuando dio a luz, y Felipe siempre ha esquivado con elegancia el tema. Había algo extraño en el comportamiento de su padre, ya que se negaba totalmente a negociar en la puerta principal del palacio de Skopje, que era donde más ventas se hacían. Recurría a excusarse con unas leyes mercantiles que le desagradaban y, por ese motivo tan poco convincente, comerciaban siempre por los pueblos que se hallaban casi al límite del reino, llegando a Bitola.

Sin duda, algo le ocultaba. Después de todo, lo quería con locura.

Felipe estaba muy preocupado, Clara tenía dieciocho años y había llegado la hora de que el destino llegara al corazón de su pequeña… Al siguiente día al atardecer partirían hacía la muralla de las afueras del castillo y pasarían unos días allí.

Tras varios días de camino, poco rato después del almuerzo, llegaron a Skopje. Se disponían a montar el puesto, para esa tarde comenzar con los negocios, cuando Felipe se percató del tacto de una mano en su hombro derecho. Acto seguido, se da la vuelta y queda perplejo…

—¿¡Roberto!?— Frunció el entrecejo.

—¡Sí! ¡Cuánto tiempo! Tantos años han pasado ya… No has cambiado nada— Tenía una gran sonrisa, y unas lágrimas salían de sus ojos de la felicidad que le corrompía.

—¡Qué bella y alta está tu hija! Se parece tanto a su…—

—¡Shh!— Felipe lo interrumpe bruscamente y le haces señas con las manos para que se calle.

Mira a Clara y se percata de que no ha oído nada, lo cual era un gran alivio.

—Ah, vale, entendido— Se puso serio.

—Esta noche cena con nosotros, tenemos varias cosas que recordar, viejo amigo —. Queda pensativo y prosigue —Oye, ¿Cómo te va?—

—Desposé a Violeta hace 15 años y aún no hemos concebido ningún hijo— Rió desconsoladamente y estalló en una carcajada que contagió a Felipe.

—Soy…— Queda en silencio, pensando en qué decir.

—Eres un mendrugo— Respondió Felipe a media voz.

—Sí, todo un verraco— Suspira, agacha la cabeza y luego la alza —Bueno, y…—

Rompe un escándalo a treinta metros a su izquierda. Era la infanta Paola, haciendo una de las suyas: demostrando entre risoteos e ironías lo grandiosa que era ella y lo minúsculo que era el señor del puesto de las verduras con semejante vida. Parecía feliz ridiculizando a los demás, pero en el fondo era una persona débil y sensible. Su comportamiento no era normal, y la explicación a esa rebeldía y prepotencia era que, en palacio, vivía en plena soledad, nadie la quería.

La trataban casi con la misma consideración que a los sirvientes. Entre semana la entretenían con numerosas actividades de enseñanza y caza, por ser la mejor forma de mantenerla menos tiempo estorbando… Y, lo más curioso de todo, es que toda la realeza la odiaba sin ninguna explicación aparente.

Lo que era de esperar es que la rabia interna que la invadía por dentro la expulsase de alguna manera.

Su mirada era tan triste y ella tan… ¡tan hermosa! Alta y delgada, con una cara fina rodeada de rizos rubios que sobrepasaban sus hombros. Sus ojos verde aceituna alumbraron con una luz transparente el corazón de Clara. Quedó totalmente ensimismada con su belleza. Se le cortó la respiración en el momento en que Paola la miró. El brillo de aquellos ojos se volvió llamativo y alegre, difícil de describir. Entonces, sin saber el motivo, comenzó a acercarse a Clara y se paró a escasos pasos de ella, le temblaban las manos y el alma le parpadeaba.

Los mercaderes de alrededor distrajeron la mirada hacia su trabajo, sin embargo, estaban ansiosos por alimentar sus oídos escuchando una humillación que no llegó a producirse, porque ella abrió la boca en acto de decir algo, pero de sus labios salió un tímido "hola". Tenía los mofletes del color de los tomates maduros del puesto de al lado; se puso nerviosa, ya que nunca le había pasado nada parecido, y sentía que no tenía otra cosa mejor que hacer que mirarla: su pelo, su cara, ¡su sonrisa!.

Clara no podía hablar, pero su expresión en el rostro la delataba. No hablaban, no hacía falta, se dijeron mil cosas en silencio…

Duró cinco segundos lo que pareció una eternidad.

El padre la reprendió para que terminase de ayudarlo a colocar las cosas, mientras pensaba que el destino estaba escrito.

Paola despertó de ese sueño tan real y se dio la vuelta, aunque la miraba de reojo. Levantó el brazo despidiéndose y, cuando obtuvo la sonrisa de respuesta de Clara, sintió que era un flan y podía desbaratarse en cualquier momento.


Libro de Visitas

Verónica I Domínguez Bogado ©

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