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Escrito por Ananke el 01/10/07

Alaida III


Capítulo III

En una encrucijada de caminos se encontraron a una perra blanca, sentada sobre sus cuartos traseros que tenía una mancha negra en forma de medialuna sobre el lomo. Alaida sofrenó su montura e hizo un gesto con la mano izquierda, la mano de la Madre, al tiempo que pronunciaba una palabra en la antigua lengua oestrimnia que Anthenor no entendió. El mago-guerrero percibió el nerviosismo de su propio caballo y lo calmó con una caricia firme, mientras observaba como la doncella pelirroja desmontaba y se acercaba al animal con los pasos seguros y firmes de una cazadora. Su príncipe y sus compañeros de especie contemplaron la escena sin decir nada pero el rostro de la bella Darethra se había tornado lívido y vio como el cuerpo del explorador se tensaba y su mano se detenía en la empuñadura de su espada.

-Anthenor estaba casi seguro de que la perra iba a atacar a la muchacha, el animal tenía una mirada en la que brillaba una inteligencia demoníaca. Alaida se arrodilló junto a la perra al tiempo que rodeaba el cuello níveo con sus brazos y pronunciaba en su oreja, parecida a la de un lobo, una letanía que casi no pudo escuchar ni comprender. Casi se podía imaginar el frágil cuello de la joven entre las fauces poderosas de la bestia. Percibía algo extraño en aquel animal, algo que no era en absoluto natural… Alaida se incorporó y regresó a su yegua; entonces, la perra blanca echó la cabeza hacia atrás y aulló, y su aullido heló la sangre de los allí presentes porque era como un eco del Otro Mundo.

Brujería…

Anthenor miró como la joven montaba en la yegua, sabiendo que la perra había desaparecido del camino como si nunca hubiera estado allí.

-¿Qué demonios era ese perro?- inquirió Evandro cuyo semblante se había quedado blanco como el de una tiza.

-Un perro guía- contestó Alaida- su misión consiste en guiar las almas errantes al otro mundo.

-O avisar que una muerte se aproxima- apostilló Gutier.

Para un atlante inmortal era difícil habituarse a la familiaridad que la mayoría los oestrimnios parecían tener con la muerte. Continuaban adorando a la Madre como señora de la Vida y de la Muerte y sus druidas, en señaladas fechas sacrificaban a los elegidos en su honor y aunque Anthenor como mago-guerrero era un servidor de la antigua Diosa conocía todas y cada una de las características de su culto, que era universal, su espíritu atlante no podía acostumbrarse a ciertas hechos. Un perro guía…En cierta manera la recordaba al chacal Anubis de la tierra de Kemet.

Hicieron un alto para descansar y comer en un prado que había cerca del camino y que alguna aldea utilizaba para pastorear el ganado, como atestiguaba el cercado de madera y piedra, semejante al de la aldea del Lobo Negro y de otras que se habían encontrado en el camino, aunque aquel mediodía no había animales. Alaida dispuso la comida: empanada, queso y carne fría que había comprado en Luzherem sobre un mantel de hilo blanco que extendió sobre la hierba verde sembrada de miríadas de caléndulas, margaritas y digitalinas.

-Qué costumbres tan bárbaras y primitivas posee tu hermana- le comentó el príncipe a Darethra.

-Sí, Alaida debe de ignorar que un príncipe no puede comer en el suelo…ni tampoco yo- la voz de la joven sonó despectiva.

La aludida se volvió hacia ellos con los brazos en jarras a la altura de las caderas.

-La comida está lista para todos pero si alguien considera que está por debajo de su condición que se procure su propio sustento.- señaló el paisaje- hay un bosque con abundante caza y un río. ¿Qué dices a ello, hermana?

-Sabes que no sé cazar, Alaida- replicó Darethra.

-Oh, eso lo dudo mucho, desde que los atlantes han llegado te has convertido en una cazadora fabulosa, Darethra. Seguro que padre se mostraría de lo más interesado respecto a tus progresos en la materia.

Finalmente, todos se sentaron a comer en la hierba y disfrutaron tanto con el yantar como con el paisaje que podían contemplar. Aquella era una tierra de deslumbrante belleza verde en los valles abiertos por los ríos y montañas más altas y escarpadas que las de la costa pero escarpadas. Un cervatillo salió del linde del cercano bosque y los observó durante unos breves instantes con sus grandes ojos antes de volver a internarse en la espesura grácilmente.

Tras recoger, Gutier propuso que descansan un poco, había tiempo de sobra para reposar la comida y los otros aceptaron de buena gana la propuesta. Alaida le comentó riendo al explorador que había perdido la práctica de cabalgar y que sentía los muslos y las nalgas doloridos y aunque el mago-guerrero pensó que un buen masaje la aliviaría se abstuvo de comentarlo porque no deseaba recibir una bofetada airada de la joven. Así, mientras los demás se ponían a dormir él decidió explorar un poco los alrededores; el ciervo había despertado su curiosidad natural y no quería estar cerca de una muchacha que lo turbaba tanto… ¿Qué le ocurría a él? Era uno de los miembros más poderosos de su Orden y una chiquilla humana que se peinaba con trenzas era capaz de hacerle perder el temple del cual se sentía tan orgulloso.

-Darethra se despertó y comprobó que los demás seguían durmiendo. Se sentía pegajosa a causa del calor, por lo que decidió internarse en el bosque siguiendo el curso del riachuelo cercano para lavarse un poco y cambiarse de ropa. Quería que el Príncipe la viese siempre perfecta. Pensó en despertar a su hermana pero en el fondo sabía que Alaida estaba cansada y que a pesar de ello insistiría en acompañarla. Los bosques eran peligrosos. Pero en lugar de ello se deslizó silenciosamente hacia la floresta.

-Huelo a troll.

Las abejas zumbaban perezosamente en torno a la joven y briznas de hierba se habían adherido a sus trenzas cobrizas. Ella murmuró algo ininteligible pero continuo durmiendo por lo que Anthenor optó por sacudirla un poco para despertarla.

-Te digo que huelo a trol- repitió- Despierta.

Alaida abrió los ojos, durante un segundo lo contempló con una mirada asesina que habría hecho estremecer a cualquier guerrero pero en seguida se despejó de los vapores del sueño, que la habían dejado aturdida como si estuviera ebria de licor y se incorporó tan rápidamente que Antenor no pudo apartarse y sus cuerpos se rozaron.

-¿Qué decías, atlante?- preguntó.

Él se armó de paciencia.

-Te decía que huelo a troll, quizá sea peligroso.

Alaida se olió sus ropas pero ella sólo olía al jabón de lavanda que había usado aquella mañana para lavarse.

-Bueno, desde luego yo no soy…los trolls huelen a podrido.

Anthenor bufó.

¡Qué la Diosa le concediera paciencia! Conocía bien el olor repúgnate de los trolls pues él mismo había matado a algunos a lo largo de su longeva existencia. Alaida contempló la manta vacía de su hermana y la del príncipe Seth que dormía…solo. ¿Dónde diablos había ido su hermana sin avisarla? ¿Se habría internado en el bosque? Darethra no estaba acostumbrada a ir sola.

-¿Dónde lo has olido, Anthenor?

-En el bosque,a un kilometro y medio de distancia de aquí.

-Bien, Darethra no está, seguramente se halla internado en el bosque sin avisar. Despierta a Gutier, el seguirá su rastro más rápidamente que nosotros.

Alaida cogió su ballesta y se echó el carcaj repleto de saetas al hombro antes de internarse corriendo en el bosque, tan rápidamente que Anthenor no pudo seguirla. El atlante despertó al explorador oestrimnio, el cual aún no había acabado de escucharle cuando ya se estaba ciñendo la espada al cinto y cogiendo su hacha de guerra de hoja doble.

-Ve con Alaida, atlante- le dijo- yo buscaré a Darethra.

Aunque Anthenor estaba más acostumbrado a impartir órdenes que a recibirlas obedeció. ¡Maldita muchacha! Sólo a ella se le ocurría ir a por un troll sin ayuda. El mago-guerrero bendijo a las mujeres atlantes pues ninguna era tan temeraria como aquella mortal.

Darethra había nadado desnuda en un estanque que el riachuelo formaba en el bosque, disfrutando de la sensación del agua en contacto con su piel y dejando que sus cabellos flotasen libremente como oro líquido, como si de una ondina se tratase. Darethra sabía que algún espíritu juguetón de las aguas podía hacer que uno de sus pies se enredase en una raíz acuática o atraparla en una traicionera corriente submarina. Pero dudaba que aquel lugar fuera frecuentado por las plañideras lavanderas espectrales o por las traviesas ninfas de los ríos y de los lagos. Salió del agua, dejando que los rayos de sol que penetraban a través de las copas de los árboles secaran su piel de nácar con su delicioso calor sensual mientras pensaba en los deleites nuevos que le había enseñado Seth y que ninguno de sus otros amantes le había mostrado nunca. Los atlantes, eran desde luego, infinitamente más refinados que su propio pueblo o que aquel mercader tartesio que había conocido tres años atrás. Ragnor, si alguna vez llegara a enterarse de sus conquistas amorosas la repudiaría como hija, los oestrimnios aborrecían la promiscuidad. Sumida en sus reflexiones la joven no vio al trol hasta que fue demasiado tarde. Y sintió un pánico tan puro que ni siquiera fue capaz de gritar.

El troll era una bestia gigantesca de forma humanoide que iba completamente desnudo, sus ojos eran pozos oscuros en los cuales no había atisbo de inteligencia, su boca una caverna protegida por formidables dientes capaces de rasgar la dura piel y carne de un jabalí vivo. Manejaba una burda hacha de piedra tan grande y pesada que se habrían necesitado cuatro hombres fornidos para levantarla. El sonido de sus pasos retumbaba como un millar de tambores sobre la tierra…

Darethra lo observó con su bello rostro convertido en una máscara del horror más absoluto. El miedo la paralizó de tal modo que le era imposible moverse y eso fue bueno porque aquellas criaturas casi ciegas reaccionaban al movimiento, mientras estuviera quieta no podría verla. Pero era poco probable que ella pudiera permanecer largo tiempo inmóvil, además, si el viento cambiaba de dirección le llevaría su olor y por lo que Alaida y los cazadores solían comentar, aquellas repugnantes criaturas poseían un olfato fabuloso. Hubiera debido tragarse su orgulloso y avisar a Alaida, pese a sus diferencias, Darethra no dudaba en que su hermana era capaz de arriesgar su propia vida por la suya, algo de lo que ella en su fuero interno dudaba que ella misma fuese capaz si fuera la situación inversa y Alaida la que estuviera en peligro. Ni siquiera llevaba un arma para defenderse, aunque probablemente de nada le serviría contra el troll. Casi rió con una rosa nerviosa e histérica.

La joven sintió en lo más profundo de su ser que de alguna manera, el troll había percibido de su presencia y se dirigió hacia donde estaba ella, cada paso resonando en su cerebro como los tambores de la muerte.

Entonces…

Una voz resonó en su mente; el mago atlante, pensó ella si reaccionar.

-Darethra! ¡Corre!- era una orden y su cuerpo obedeció automáticamente a ella- ¡Corre hacia el bosque!

Y Darethra corrió hacia las profundidades del bosque todo lo raudamente que sus piernas le permitieron, con el corazón desbocado a punto de estallarle en el pecho. Podía escuchar los pasos de la bestia detrás de ella, persiguiéndola con la determinación del cazador que sabe que de una manera u otra se va a cobrar la pieza elegida. Siguió corriendo hasta que cayó sin fuerzas sobre la alfombra de hojas y ramas que cubría el suelo del bosque como una tupida alfombra antes de ver… nada.

Yació largo rato así,como una muñeca de trapo abandonada por una niña descuidada. En medio de las brumas de la inconsciencia Darethra escuchó el eco casi imperceptible de unos pasos humanos y como unas manos de hombre, fuertes y firmes, le tomaban el pulso y unos brazos que la levantaban del suelo con facilidad, como si fuese una niña y no una mujer adulta. Pensó vagamente que seguía desnuda y que su aspecto sería lastimoso.

El Príncipe atlante…pensó ella. Pero no, en los brazos de Seth jamás se había sentido tan cómoda ni tan protegida. Aquella sensación le era vagamente familiar y curiosa, abrió los ojos verdes como los brotes nuevos de los árboles en primavera. Vio el pecho anchísimo, cubierto por una mata de vello dorado y espeso a través de una camisa de hombre entreabierta, el rostro de facciones toscas bajo la piel bronceada por el sol y los elementos, la barba espesa de un tono rubio más oscuro que los largos cabellos y los ojos grises como un día invernal en oestrimnys.

-Gutier- dijo ella. Estaba segura de que el cuerpo del hombre se había tensado al escuchar su nombre- Gracias.

Él la odiaba, Darethra lo sintió a través de su cuerpo, la odiaba porque contradecía las antiguas costumbres de su pueblo, porque se había convertido en la ramera de un altivo príncipe atlante. Las mujeres oestrimnias se tenían en más estima, eran amigas, consejeras, compañeras y amantes pero nunca esclavas, ni siquiera por la más terrible de las ambiciones que pueden latir en un corazón mortal.

Alaida había llegado al lugar donde se hallaba el troll, la joven aborrecía a aquellas criaturas que lo arrasaban todo a su paso. El troll había empezado a correr detrás de su hermana y Alaida con movimientos firmes y seguros colocó una flecha en la ballesta y disparó. La saeta cortó el aire mientras ella intentaba recordar lo que los hombres de su padre solían contar sobre aquellos seres. La flecha se clavó en un costado del trol, parecía la espina de un rosal pero la criatura bramó de dolor y de ira. Sin pensarlo si quiera volvió a colocar una flecha y a disparar, sabiendo que el trol no tardaría en localizarla y que no podía perder siquiera una fracción de segundo. Esta vez la saeta se había clavado en la garganta de la bestia, la cual profirió un gemido gutural y cavernoso que resonó en los oídos de la muchacha hasta que casi le hizo estallar los tímpanos.

El trol descargó su pesada hacha de piedra sobre el suelo, levantando un montón de tierra y piedras, derribando algún que otro árbol centenario con su fuerza bruta.

-¡Cuidado, Alaida!- la joven escuchó la voz de Anthenor detrás suyo pero no se giró hacia él.

Una nueva saeta se clavó en un ojo del troll, del cual empezó a manar una sangre negra y viscosa cuyo olor nauseabundo casi hizo que la muchacha se abriera a arcadas. El hacha abrió el suelo a poca distancia de donde estaba ella y Alaida vio la muerte inminente cerniéndose sobre ella. Entonces una fuerza poderosa la arrojó hacia atrás y un relámpago de luz blanco azulada la cegó durante unos breves instantes, una magia tan poderosa que casi parecía irreal. Y supo con total certeza que el troll estaba muerto.

-Eres una insensata, chiquilla, esa bestia podría haberte matado- la voz de Anthenor sonó severa pero Alaida percibió su preocupación por ella. Realmente se había impuesto la tarea de mantenerla con vida.

-Sé cuidar de mí misma, atlante- replicó ella pero dejó que él comprobara por si mismo que no había sufrido ninguna herida ni contusión grave- No soy una delicada princesita atlante.

Él río hasta que casi se le saltaron las lágrimas, luego le dio un beso en la mejilla que la dejó aturdida y sonrojada.

-Eso no hace falta que lo jures, querida. Reunámonos con los demás, seguro que están muertos de preocupación por nosotros.

El Bosque Sagrado de Estela era una enorme extensión de robles, castaños y sauces plateados milenarios, regado por el principal afluente del río Serpiente de Plata. La apacible belleza del paisaje conmovió los corazones de todos y pareció calmar sus espíritus inquietos; había magia en aquel lugar, una magia perceptible, casi palpable, podían sentir la presencia de la Diosa en cada hoja, en cada rama, en cada pequeño animal que observaba a aquellos extraños bípedos con curiosidad, pues la caza estaba prohibida a los humanos en aquel bosque. El cuervo siguió al grupo durante un largo rato sin que ellos se dieran cuenta, muy interesado en los miembros que no eran humanos. Había poder en ellos, sobre todo en el hombre alto de largos cabellos oscuros, el cual no dejaba de mirar disimuladamente a una hermosa muchacha pelirroja que él ya conocía. Al Gran Druida le gustaría saber de aquellos visitantes que había recibido el bosque por sorpresa y que iban acompañados de su sobrina preferida. El cuervo emprendió el vuelo y se perdió en las profundidades de la foresta.

Cyndrwyn, Servidor y Elegido de la Gran Madre y Supremo Druida de los druidas del bosque se hallaba dormitando en su mecedora preferida cuando el cuervo le dio la noticia de la llegada de su sobrina junto a unos extraños. Hacía un año que no veía a Alaida y aquella, el funeral por el joven Ranald, no había sido una ocasión feliz. Pobre muchacha, la Diosa, por lo que él sabía, todavía no le había revelado su destino pero no tardaría en hacerlo. Venía acompañada por un miembro de la Aldea del Lobo Negro de confianza, Gutier, por su casquivana y hermosísima hermana mayor y por seis hombres extraños que no eran humanos. Cyndrwyn le pidió amablemente a un acólito que arreglase un poco su hogar y en seguida se empezó a preparar un banquete de bienvenida para los visitantes. La mejor manera de satisfacer la curiosidad era la paciencia.

El bosque parecía engullirlos lentamente, los árboles y matorrales parecían sucederse sin tregua, las monturas estaban un poco nerviosas y todos ellos profundamente agotados. Hacía un largo rato que había anochecido y ahora la luna en fase menguante brillaba sobre el entramado de ramas y hojas que había sobre sus cabezas. Evandro los iluminaba con la luz de una lámpara de gas que parecía fantasmagórica, irreal… Iban en silencio, porque el bosque sagrado favorecía la introspección, cada uno se hallaba sumido en los más profundos y oscuros pensamientos de su alma.

Alaida, en sus anteriores visitas al bosque no recordaba haber caminado tanto y pensó que se habían extraviado. Casi deseaba que fuera así porque cuando llegasen junto a los druidas se tendría que despedir para siempre de Anthenor y, en el fondo de su corazón, no deseaba separarse de él.

La ciudadela de Antela, hogar de los druidas se hallaba situada en el corazón del Bosque de Estela. Al contemplarla por vez primera contuvieron el aliento y sus ojos se llenaron de lágrimas, ni en la misma Atlántida, tierra de ciudades legendarias, existía un lugar semejante, indudablemente tocado por la mano de la Diosa. Era una ciudad de edificios de madera de formas imposibles, extrañas, que escapaban a toda lógica humana o atlante, edificios cubiertos con placas de oro, plata y cobre que relucían casi de manera cegadora; una ciudad donde los árboles y las flores crecían por doquier, incluso en el interior de las viviendas y donde druidas vestidos con túnicas albas y animales paseaban con toda tranquilidad, iluminados por la suave luz plateada de la luna y de la dorada de las farolas.

Los atlantes hicieron el símbolo de la Diosa y Anthenor cayó de rodillas y empezó a recitar una letanía en una lengua arcana, sagrada, más antigua que el atlante; el sonido conmovió profundamente a Alaida, que sintió los ojos llenos de lágrimas que se prohibió derramar.

Un anciano de largos cabellos y barba grisáceos que portaba un báculo de madera bellamente tallado se acercó a ellos por el sendero, seguido de un séquito de druidas que miraban recelosos a los extraños.

-¡Tío Cyndrwyn!- exclamó Alaida corriendo hacia él.

El anciano la recibió con los brazos abiertos y le dio un gran abrazo de oso. Su querida niña, qué cambiada estaba; había madurado.

-Alaida, pequeña, ¿qué haces aquí con tu hermana y esta gente?- le pregunto- Qué alegría tenerte de nuevo en la Ciudadela, pequeña.

-Son atlantes, tío Cyndrwyn, te tienen que preguntar no sé qué cosa sobre una piedra y yo me animé a venir con ellos. – dijo ella con una naturalidad que hizo escapar una risilla del mago-guerrero. La muchacha lo miró con desaprobación en sus ojos azules y los señaló para presentárselos- Son el Príncipe Seth, Anthenor, Evandro, Dionisio, Alvar y Zero.

Fuego

Los atlantes hicieron el gesto de saludo y de respecto propio de su pueblo, que el anciano devolvió a la perfección, como si lo conociera de toda la vida, ¿Cómo era posible? Alaida se volvió hacia ellos.

-Atlantes, este es mi tío Cyndrwyn, el Gran Druida del Bosque de Estela.

El anciano druida sonrió, su sobrina era tan poco ortodoxa para algunas cosas; estrechó las manos de todos y les dedicó a cada uno unas palabras en lengua atlante, tenía un gran dominio de la antigua lengua. A Darethra la besó en la mejilla y le dijo que se alegraba de verla. No era la niña de su corazón pero también llevaba su sangre; además, en el mundo sólo había una Alaida Luna de Agua.

Se alojaron en la morada del Gran druida, el cual les dio tiempo para descansar y lavarse antes de la cena informal que había preparado para ellos. Alaida dejó caer su petate en el suelo de la habitación donde ya se había alojado en sus anteriores visitas y se sacó las botas y la ropa de viaje; una joven acólita le había prometido llenar la bañera de madera tallada de agua caliente; se sentía increíblemente sucia y mirándose al espejo se dijo que parecía una cerda. Ignoraba como su hermana se las componía para parecer tan perfecta y limpia incluso después de cabalgar durante todo el día. Una vieja amiga, una druida llamada Pandora, llamó a la puerta de su alcoba cuando se estaba bañando.

-Entra- dijo Alaida enjabonándose el pelo con una pastilla de jabón que olía a violetas y otras flores silvestres- está abierto.

Pandora tenía veintiocho años y era una preciosidad de piel morena, ojos oscuros y cabello negro que llevaba impecablemente recogido en un moño sobre la coronilla. Conocía a Alaida desde que había nacido, pues ella era huérfana y había sido adoptada por el Gran Druida cuando era una niña de ocho años .Quería muchísimo a su niña pelirroja como una zanahoria, como ella la solía llamar.

-Te abrazaría pero me pondrías perdida- le sonrió-. Cómo me alegra verte, pequeña.

-Oye, que he crecido.

-No en altura, eso está claro pero si en otras cosas.

Ambas rieron hasta que se les saltaron las lágrimas y Pandora se sentó en la cama mientras esperaba que Alaida acabara. Escuchó el parloteo incesante de la muchacha que saltaba de un tema a otro como una mariposa que va de flor en flor, aunque Alaida no era una mujer vanidosa ni inconsciente. Simplemente tenía una mente brillante y curiosa que necesitaba abarcarlo todo y pocas veces podía hablar con una mujer joven y madura que no la trataba de manera especial por ser la hija del jefe. Ella quería ser como todas, odiaba el trato de favor. Pandora observó a Alaida cuando ésta salió del agua, tenía una figura muy hermosa, femenina y delicada. Se obligó a apartar la vista mientras la muchacha se secaba, profundamente turbada.

-No sé que ponerme para el banquete, me compré una túnica en Luzherem pero no la quiero estrenar todavía.

-Te puedo prestar algo, Alaida pero se lo podrías pedir a tu hermana.

-¿A Darethra? Sí, ella me dejaría encantada cualquiera de sus vestidos y joyas, es muy generosa en ese sentido pero yo no me sentiría cómoda. Tenemos gustos muy opuestos.

-Ya lo creo que sois opuestas… espera un momento; creo que tengo algo perfecto para ti.

Alaida se desenredó con cuidado la larga cabellera, quería estar hermosa, que Antenor la viera hermosa aunque no era muy consciente de sus pensamientos. Ella, qué jamás se había echado una gota de maquillaje y que ignoraba que túnica estaba de moda o no… Era incapaz de sacarse de la mente la sensación de ser besada por él pero tenía miedo.

-Lo siento, Ranald- dijo en voz alta.

Pandora regresó con una preciosa túnica de un color gris oscuro, de corte impecable y muy sencilla que encantó a Alaida. Ella se había cambiado también y ahora llevaba una túnica blanca sin mangas que se ataba tras la nuca y dejaba la espalda al descubierto. Le sentaba perfectamente. La ayudó a vestirse pero no pudo evitar estremecerse al rozar la piel blanca y suave de la chica, afortunadamente ella no se dio cuenta, ¿qué le estaba sucediendo? También le prestó una sarta de perlas que conjuntaba a la perfección con el color del vestido y le ayudó a recoger el cabello en un elegante moño. Alaida se calzó unos zapatos plateados de tacón alto adornados con perlas.

-Me caeré, soy una patosa.

-Claro que no, sólo tienes que mirar al frente, bien erguida y caminar. Practica un poco, que si no vas a parecer un pato mareado.

La pequeña cena que ofreció el Gran Druida resultó ser un banquete al que acudieron centenares de druidas, hombres y mujeres, ataviados con sus mejores galas. Anthenor ya se había acostumbrado a que los oestrimnios aprovecharan cualquier ocasión para comer increíbles cantidades de comida y la verdad es que le encantaba su cocina aunque era muy diferente a la de su patria. Aún no había tenido oportunidad de hablar con el anciano druida pero le caía bien porque adoraba a Alaida, ¿qué tenía de especial aquella humana? Mientras meditaba sobre ello y conversaba con una pareja de druidas de mediana edad se quedó sin aliento al ver a aparecer a Darethra con el vestido más provocativo que había visto en su vida: era de seda roja, de escote tan vertiginoso que le faltaba muy poco para mostrar los pezones, y con una abertura en la falda que le llegaba casi hasta el nacimiento del muslo. Tenía una figura perfecta pero no la deseaba, se giró, tras dedicar una reverencia a sus interlocutores, buscando a otra mujer de cabellos rojos y cuando la vio se acercó a ella con zancadas fluidas y elegantes que a ella le recordaron a un felino salvaje.

-Estás hermosa, Alaida… muy hermosa- le susurró en el oído.

-Oh, he visto como mirabas a Darethra- replicó ella.

-Tu hermana no me interesa y por otra parte se la está follando mi príncipe, eres tú la que me importas, mortal pero te niegas a aceptarlo, ¿Quieres una copa?

-¿Pretendes embriagarme, atlante inmortal?

-Naturalmente.

-Oh, entonces, tráela pero de algo suave.

Anthenor le llevó una copa de plata llena de un licor embriagador de color ambarino y ella se sintió embriagada por la música, por el alcohol y por su presencia. Aturdida. De las mesas largas, cubiertas por manteles de hilo blanco y de la mejor vajilla de plata de la ciudadela le llegaba el aroma de la carne asada, sus tripas rugieron de una manera poco elegante y ella murmuró una disculpa.

-¿Por qué te disculpas? Nunca he conocido a una mujer con tanto apetito como tú, eres encantadora.

Alaida se imaginó como una gigantesca y oronda mujer que devoraba el mundo de tan hambrienta que se encontraba, ¿era así cómo la veía él? Quizá no debería comer tanto pero quemaba la mayoría de las calorías extra que ingería. Se sentaron a una mesa junto a Pandora y Gutier y Evandro se reunieron con ellos.

-Venado- dijo Alaida entusiasmada, dejando a un lado sus preocupaciones por el peso- Me encanta el venado.

-¿El venado o la carne del venado?- le preguntó Anthenor para picarla.

-¡Ja! Graciosillo, las dos cosas por supuesto.

-Nuestra Alaida es capaz de devorar la mima comida que tres hombres ella solita- comentó Pandora con una sonrisa afectuosa.

Rieron y alguien volvió a rellenar sus copas de vino o de cerveza, según sus presencias. Alaida prefería la cerveza negra, a la que se había acostumbrado con los hombres de su padre aunque no la bebía con frecuencia porque cuando bebía de más se sentía mareada y hecha un asco al día siguiente, con todos los músculos de su cuerpo doloridos. A todos les pareció encantadora Pandora y Anthenor los deleitó hablando sobre su lejana tierra, algo que no hacía con frecuencia. La Atlántida era como una espina clavada en su corazón. Se hartaron a comer carne de venado, verduras y frutas rojas, las preferidas de Alaida, que adoraba las cerezas y Anthenor encontró irresistible su boca manchada por el jugo de la fruta, era una mujer irresistiblemente dulce.

El tío de Alaida les dedicó unas breves palabras y les prometió que al día siguiente conversaría con ellos, al anciano druida le extrañó la actitud de ambos jóvenes…aunque a decir verdad, probablemente el mago-guerrero tenía varios miles de años, pero miraba a Alaida de una manera… posesiva. Pobre muchacha, de nuevo se cumplía la maldición de amar a un imposible para otro miembro de la familia; el druida conocía el corazón de los atlantes mejor de lo que nadie podía suponer. Sin embargo, a ellos los había reunido la Madre, tenía que meditar profundamente sobre ello antes de decidir nada. Las noticias que llegaban del exterior eran cada vez peores, fuerzas malignas, antagonistas a las de la Diosa se habían puesto en marcha en aquel viejo mundo.

Anthenor y Alaida habían salido a un pequeño y bien cuidado jardín, la joven se sentó en un banco de madera que era el tronco de un roble caído, tenía las mejillas sonrojadas y una sonrisilla bailaba en las comisuras de sus labios. Se había achispado bastante y Anthenor se divertía.

-Acércate- dijo ella con un ademán que no admitía réplica-. Siéntate aquí, a mi lado atlante, me agrada tu compañía.

-Me alegra oír eso, a mí me agrada todo lo que conforma tu persona- respondió él.

Se inclinó para besarla y ella no se apartó, su boca se apoderó posesivamente de la muchacha, tierna y moldeable y su lengua se enroscó con la de ella, que por un momento pensó que él la iba a ahogar y luchó por respirar. Ranald nunca la había besado así…él la apretó contra su cuerpo durante unos segundos y después la soltó. Ella estaba completamente sonrojada.

-Te salvas porque estoy casi ebria, atlante.

Anthenor rió divertido. Un druida de mediana edad se acercó a ellos, conocía a Alaida desde que era una niña y estuvieron conversando un largo rato hasta que Alaida regresó dentro porque le apetecía bailar un poco. Anthenor rehusó, nada sabía él de las danzas de los oestrimnios y se negó a aprender, nadie había conseguido que bailase más de alguna pieza por puro compromiso en su Atlántida natal.

Mucho más tarde, cuando Alaida y Pandora se tumbaron en la cama de la habitación de Alaida sin poder dejar de reír (aunque ninguna de ellas sabía el por qué), la imagen de Anthenor apareció en la mente de la joven, que se sacó los zapatos de tacón y se masajeó los pies doloridos.

-No vayas a tu casa, Pandora- le pidió dulcemente- Quédate esta noche conmigo, hace mucho tiempo que no estamos juntas y tenemos que aprovechar el tiempo.

-Pero estarás agotada después del viaje desde la Aldea de Lobo Negro y la fiesta de hoy.

-No te preocupes por eso, ¿me ayudas a quitarme el vestido? Tengo todos los músculos tensos de tanto bailar y beber.

Pandora la ayudó preguntándose si Alaida se daba cuenta de las sensaciones que causaba en ella pero se convenció de que no, era muy inocente en ese aspecto. Durmieron juntas con las largas cabelleras mezcladas sobre la almohada y los miembros entrelazados pegados por un cálido sudor, y para Pandora fue una verdadera tortura no poder besar ni acariciar a su niña de pelo de color zanahoria. No le podía a hacer eso a Alaida. Varias veces la oyó pronunciar el nombre del inmortal de cabellos negros en voz alta, después, ella misma cayó profundamente dormida.

Darethra se encontraba en su lecho a horcajadas sobre el Príncipe Seth, al cual le resultaba imposible resistirse a aquella humana que era pura seducción. Nunca había conocido a una mujer, atlante o humana, libre o esclava que disfrutara tanto con el acto físico del amor. Ella lo comprendía como nadie lo hacía y le decía que él estaba destinado a realizar grandes hazañas; algún día sus gestas serían cantadas por los bardos. Mientras se movía frenéticamente sobre él, se acarició los pechos y se arqueó hacia atrás, el Príncipe acarició los pliegues de su sexo… y poco después ella cayó a su lado agotada y cubierta de sudor. Se sentía satisfecha. Le ofreció al Príncipe una bebida y poco después él caía sumido en un profundo sueño del que tardaría varias horas en despertarse. Los brebajes de la vieja Ceara nunca fallaban. Se puso una bata de raso de color rosa y salió sin importarle que la viera el esclavo negro del Príncipe pues él sabía que era mejor no traicionarla.

Darethra se deslizó por el pasillo hasta llegar a la habitación de Anthenor. El mago- guerrero no había cerrado la puerta y ella pudo entrar sin hacer demasiado ruido; el dormía profundamente, desnudo, encima de las mantas. La joven lo observó durante unos segundos y luego se desató la bata dejando que se deslizara hasta el suelo. Completamente desnuda se recostó a su lado y empezó a acariciarlo de una manera íntima y descarada. Antes de que Darethra pudiera reaccionar tenía un puñal en la garganta pero al ver quién era, Anthenor barbotó una serie de maldiciones y reniegos en su lengua natal y se levantó ágilmente.

-¿Qué haces aquí, Darethra?- Le preguntó con un tono de voz duro y gélido.

-¿Acaso no lo ves? He venido a complacerte, Anthenor- respondió ella mientras se acariciaba los pechos.

-Dudo mucho que tú pudieses complacerme de ninguna manera- él se puso una bata negra y la cerró con el cinturón, intentando aplacar la furia que sentía.

-Eso tendremos que averiguarlo, ¿no crees?

Él la miró con el mismo asco con la que hubiera mirado a una serpiente venenosa.

-Cúbrete, mujer y vete- le dijo- Si el Príncipe descubre que estás aquí nos hará ejecutar a los dos y con razón.

Darethra se acarició de una manera que habría enardecido la sangre de cualquier hombre… pero no la de él. Era una mujer consciente de su belleza, la cual no dudaba en utilizar para conseguir sus fines; pocos hombres la habían rechazado y esos no habían tardado en ir al Otro Mundo con un poco de ayuda extra. Aún así, éste inmortal era diferente, ni siquiera la deseaba, le era completamente indiferente. ¿Qué vería en su puritana hermanita? Ella era más bella y la mejor amante de Oestrimnys; él la había rechazado y tarde o temprano pagaría por aquella afrenta.

La joven se levantó y se puso la bata rosa, casi temblando de ira mientras Anthenor la contemplaba impasible, no deseaba a aquella belleza de cabellos rubios sino a una muchacha de cabellos rojizos y corazón generoso y tierno, una mujer que la Madre había puesto en su camino como el mejor de los regalos. Darethra se volvió hacia él.

-¿Sabes? Me das lástima, rechazas a una mujer por una niña que no te llega ni a la suela de los zapatos.

-No sigas por ahí, Darethra. Vete.


Libro de Visitas

Rita C. Rey. Ananke. ©

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Escrito por Ananke el 26/02/08

Alaida IV


Capítulo IV

Waterhouse

Los días fueron transcurriendo de manera lenta y agradable casi sin que los atlantes se dieran cuenta y pronto las hojas de los árboles del bosque de Estela se tiñeron de tonos rojizos y dorados y los animales empezaron a acumular provisiones para el invierno y a preparar sus guaridas. El distanciamiento entre las dos hermanas se hizo cada vez mayor, como si entre ambas se hubiera abierto un foso profundo y la influencia de Darethra sobre el Príncipe Seth se hizo cada vez más patente. Las discusiones entre éste y Anthenor se hicieron cada vez más habituales; el mago guerrero no debía más lealtad que la debida a su Orden y a la Gran Diosa y con frecuencia se veía obligado a controlar su ira, una ira justificada en la mayoría de los casos. Las conversaciones con los miembros de la comunidad druídica se tornaron cada vez más interesantes para Anthenor, al cual le interesaban todas las formas de acercamiento a la Diosa y descubrió que el Gran Druida tenía más conocimientos sobre la Piedra Sagrada que muchos sabios de su propio pueblo. El anciano era una fuente inagotable de sorpresas.

Cierto día en que Alaida y Pandora habían ido a recoger nueces y castañas al bosque, Cyndrwyn lo reclamó en sus aposentos privados. El anciano abordó el tema sin tapujos y sin andarse por las ramas, a Anthenor le agradaba mucho su modo de ser sincero y directo, en cierto modo era como Alaida.

-Anthenor, creo no equivocarme si afirmo que entre tú y mi sobrina hay una visible atracción- dijo, sirviéndole una copa de vino del sur (en realidad, en Oestrimnys no se cultivaban viñedos).

-No, no te equivocas en lo que a mí se refiere, la joven Alaida significa mucho- contestó el atlante -No sólo es el hecho de haberle salvado la vida, es algo más profundo que no puedo explicar, siento que la Madre la puso en mi camino.

-¿Le salvaste la vida?

Anthenor le contó cómo había conocido a Alaida sin entrar en demasiados detalles y el druida lo escuchó en silencio, reflexionando.

-Alaida, como supongo que te has dado cuenta es una Elegida, aunque ella misma se niega a reconocerlo y aceptarlo.

-Me lo imaginaba- dijo sencillamente Anthenor -hay algo especial en ella, un misterio indescifrable.

-Ella sólo desea ser como los demás y se niega a reconocerse a si misma que tiene una percepción distinta del mundo, que puede ver y escuchar cosas que los demás mortales no pueden y a fuerza de negarlo, su poder está latente, dormido.

-¿Conoces cual es su poder?

El druida negó con la cabeza.

-Sólo la Madre lo sabe pero es poderoso, hay fuerzas en este mundo que temen ese poder tanto como el de la Piedra de la Diosa.

-Fuerzas Malignas, mis sentidos las han percibido como si alguien, una fuerza desconocida intentara rasgar el delicado entramado del mundo.

-Exactamente, se tratan de las fuerzas del dios Oscuro, el hijo y enemigo de la Madre, celoso de su poder- contestó el druida -él desea apoderarse de la creación de la Diosa y ha puesto en marcha sus hordas infernales para conseguirlo.

-El Dios del cielo.

-Ese es otro de sus nombres -asintió el anciano- Pronto la guerra asolará este viejo Mundo.

-¿Afectará a los atlantes? Nosotros no nos mezclamos en los asuntos de los mortales.

-Pregúntate a ti mismo porque te has embarcado en la empresa de buscar la Piedra Lunar y tendrás la respuesta que buscas.

-¿De dónde has sacado tantos conocimientos sobre la Piedra? Ni los sabios de mi orden me pudieron dar mayor información, me sorprende que un mortal tenga tantos conocimientos sobre ella.

El anciano sonrió enigmáticamente, como a veces solía hacer la propia Alaida.

-Se trata de una larga historia.

-Me agradaría escucharla, adelante- lo animó Anthenor.

-“Sucedió cuando yo tenía quince años -comenzó el anciano- por aquel entonces yo era el acólito del Supremo druida del bosque de Estela, donde me había enviado mi madre Kathia, la jefa de la Aldea del Lobo Negro por aquel entonces. Yo era el hijo primogénito pero la diosa había revelado desde mi más temprana infancia que yo era un elegido. Por ese motivo, Ragnor, mi hermano menor fue educado para jefe y yo para sacerdote.

A la Ciudadela llegaron noticias de que mi abuelo Brais se estaba muriendo y partí hacia mi hogar acompañado del Gran Druida, el cual tenía en gran estima al viejo.

Sonrió con nostalgia por los viejos tiempos que nunca volverían… La vida de los humanos era breve pero intensa, en pocas décadas acumulaban más emociones y vivencias que atlantes que eran prácticamente inmortales. Los inmortales carecían del calor de las emociones humanas o, por lo menos, intentaban controlarlas y parecían conseguirlo. Cyndrwyn no podía imaginarse una vida eterna, privada del consuelo y refugio de la dulce muerte; una vida donde la única oportunidad de acceder al mundo de los espíritus y ver el rostro de la Diosa era la muerte por vía violenta”.

-“Cuando mi abuelo murió el funeral se celebró en la playa, introdujeron el cadáver ungido y vestido con sus mejores galas de guerrero jefe en una barca forrada con placas de oro llena de leña seca y turba, era un auténtico espectáculo observar como la barca se adentraba en el mar como una antorcha que iba al encuentro del sol, devorado por el hambriento mar. El mundo se había teñido de la luz violácea del atardecer y la Diosa abría las puertas del Otro Mundo para recibir al anciano. Yo adoraba a mi abuelo y me sentía extrañamente triste aunque para un oestrimnio se supone que la muerte debe de ser un acontecimiento feliz pues une a un mortal con la Diosa y con sus Antepasados; los cánticos fúnebres entonados por mujeres de voces celestiales me aturdían tanto que las sienes me comenzaron a latir. Alguien me ofreció cerveza del Banquete Funerario y recuerdo que comencé a vagar hasta que caí sin sentido, profundamente agotado, implorando a la Reina de los Muertos, maldiciéndola… He odiado a la Diosa tanto como podría haber odiado a una mujer de carne y hueso y la he amado de mismo modo. Pero entonces yo era joven e ignorante, creía conocer la respuesta a los misterios que asolan a los hombres desde la noche de los tiempos.

Cuando me desperté, completamente aturdido, comprobé con consternación que estaba amordazado, que mis ojos estaban vendados y que mis manos estaban presas a la espalda por unas esposas de metal frío, desconocido para mí. Intenté incorporarme pero alguien me dio una patada en las costillas que me hizo caer hacia delante gritando de dolor. Mordí la arena y blasfemé. Oí voces pero no pude distinguir lo que decían, no hablaban en oestrimnio y algo en su timbre me decía que no eran voces humanas. Una mano firme me agarró del pelo que yo entonces llevaba largo y rubio y me tiró de la cabeza hacia atrás, obligándome a alzar el mentón, me abrieron la boca y me inspeccionaron la lengua y los dientes; cuando intenté morder aquella mano recibí una bofetada tan fuerte que me dejó el oído zumbando largo rato. Me obligaron a levantarme y a avanzar a través de la arena de la playa a trompicones, yo no dejaba de recordar a mi gente y creía que aquello era un castigo de la Madre por haberla desafiado horas antes en el entierro de mi abuelo. Había deshonrado a los Lobo Negro y merecía ser castigado.

Hasta que el navío no se encontró lejos de la costa oestrimnia no me sacaron la venda de los ojos. Entonces pude comprobar que me encontraba en el compartimiento estrecho y alargado de un barco, rodeado de decenas de hombres y mujeres hacinados como ganado; algunos tenían el cabello de un rubio pálido y la piel más blanca que había contemplado, otros eran negros como el ébano, los había pelirrojos, altos, bajos, delgados y gordos… pero todos tenían en común el terror que se reflejaba en sus ojos. El hedor de la orina y de los excrementos, mezclado con el del sudor de tantos cuerpos juntos sin posibilidad de lavarse era insoportable, apenas si era capaz de controlar las arcadas que sentía. Nos arrojaban la comida como si fuéramos perros arrojándola desde la ventana de la puerta blindada y nos arrojábamos a ella igual que las bestias. Así pasaban los días y yo me iba acostumbrando al eterno vaivén del barco.

Un día un guardia con el rostro encapuchado y unos brazos capaces de arrancar un árbol de cuajo o de partir el cráneo de un hombre me sacó de aquel lugar inmundo, dirigiéndose a mí en aquella lengua inhumana que yo no lograba comprender. Me llevó a cubierta, donde habían colocado una tina y me obligó a desnudarme y meterme en ella. Me restregó la piel hasta dejarla casi en carne viva y luego me lavó el cabello con un producto que olía a rayos pero que acabó con todos los piojos y liendres que tenía y tras secarme me entregó ropas limpias, elegantes. Distintas a las que yo había usado e incluso visto hasta entonces, la tela era delicada y los colores brillantes, espléndidos…

******

Alaida acarició un tierno cervatillo con infinita ternura. Se encontraba sola en un claro del bosque después de huir de las palabras crueles que le había dedicado el Príncipe Seth junto con unas atenciones que ella no había solicitado y que había rechazado de manera tajante. Ramera y puta humana habían sido los términos menos hirientes que le había dirigido, ella había huido corriendo tropezando con Evandro en su camino pero el amable atlante no la había podido detener. Ahora tenía la cabeza del hermoso animal sobre las rodillas y los ojos azules llenos de lágrimas. Malditos fueran todos los atlantes inmortales. ¡Malditos!

Los sentidos agudos de la muchacha le indicaron que no estaba sola aunque la presencia no animal caminaba con tanto sigilo como las criaturas del bosque o como los cazadores. Instintivamente se llevó la mano a la daga que le había regalado su padre y que siempre llevaba oculta entre los ropajes. ¿Sería una moura o una dríada de los bosques? Escuchó una risilla suave, era como si la criatura estuviera jugando al escondite y Alaida no se sentía animada para juegos de ninguna clase. Se incorporó lentamente y se acercó a una morera enorme que rodeó con parsimonia. Allí estaba. Sonrió sin poder evitarlo y la niña le tendió los bracitos.

Una niña. No tendría más de cinco años y su cabello era negro como la noche, adornado con flores blancas y sus ojos gemas oscuras que resplandecían en contraste con su piel delicada, nacarada. Hermosa, era más que hermosa, deliciosa y olía a flores y a tarta de manzana recién horneada.

-Oh diosa, ¿quién eres tú?- le preguntó a aquella criatura tan espléndida.

-Me llamo Perséfone pero me dicen Kore- respondió la niña con una voz melosa- ¿Quieres jugar conmigo? No tengo amigos.

-Perséfone…yo he oído antes ese nombre.

-No lo creo, madre dice que sólo lo llevo yo por ser especial, ¿Cuál es tu nombre?

-Alaida, Alaida Luna de Agua.

A la pequeña Perséfone le encantó y sin darse cuenta las horas fueron transcurriendo mientras contestaba las preguntas curiosas de la chiquilla y jugaban a diversos juegos. Era realmente divertido. No tenía que pensar en nada, sólo dejarse llevar. Pasaron largo rato jugando al escondite y de una de las veces le fue imposible encontrar a la niña, lo cual no la sorprendió. Sabía con certeza que no pertenecía a su mundo. En alguna parte del bosque un búho ululó y emprendió el vuelo en busca de algún roedor, su presa favorita. Alaida se imaginó al Príncipe Seth como un precioso ratoncillo blanco que era perseguido por una gata que tenía los rasgos de su hermana y su risa resonó en el claro del bosque como el tintineo de una delicada campana de cristal.

Aquella noche soñó con Perséfone y con Anthenor, la niña de cabellos negros se convertía en una bellísima mujer y seducía al mago-guerrero y, Alaida ignoraba como, los tres acaban haciendo el amor en un lecho tan grande que sólo podía pertenecer a un gigante.

En el sueño Anthenor se inclinaba para besarla y ella veía el rostro de Ranald, pálido, con los ojos hundidos devorados por los gusanos y escuchaba el siniestro canto de la sirena…

Se despertó llorando amargamente y deseó una presencia que la abrazara y la reconfortara con palabras de consuelo. Sólo había sido un mal sueño y como tal los rayos del sol lo disiparon, relegándolo al mundo de las sombras.

*****

El Gran Druida continuó

-“Me llevaron hasta un camarote decorado de manera sobria y elegante donde había una mesa de caoba llena de pergaminos, libros encuadernados en piel y mapas que yo conocía por la Biblioteca de la Ciudadela de Antela, el Gran Druida, mi maestro, me estaba enseñando a leer y a escribir pero yo no le encontraba gran utilidad y los druidas oestrimnios seguían confiando en el potencial de la memoria como ocurre hoy en día pero llegará el día en que suceda lo contrario y la memoria se encuentre supeditada a la palabra escrita. Había otros objetos extraños que yo nunca había visto colocados en estanterías de madera, algunos horripilantes, otros curiosos, y los menos de sencilla exquisitez y belleza y frascos de cristal, redomas y cajas de todos los tamaños que me atraían como un panel de miel a un oso.

-¿Te interesan los objetos arcanos, acólito?- me preguntó una voz a mis espaldas.

Me giré y me encontré con un hombre anciano, alto y tan delgado que parecía que una breve brisa lo podría partir en dos, su largo cabello blanco le llegaba por la altura de los hombros y sus ojos grises, estaban rodeados de una entramada red de finas arrugas. Sostenía un bastón bellamente tallado entre sus manos largas y nudosas y observé que iba ataviado con una túnica negra con extraños símbolos bordados. Era un hombre poderoso, tanto como mi viejo maestro.

-Siento curiosidad por aquello que no conozco, señor- respondí

-Comprendo- asintió él- Son objetos arcanos y libros de conjuros de magia atlante.

-¿Es así como os llamáis a vosotros mismos? ¿Atlantes?

-Sí, somos atlantes, inmortales- asintió el anciano- Nosotros asistimos al nacimiento de la humanidad y a la destrucción de otras razas, otras como los elfos y los dragones se han refugiado en el Mundo Mágico.

-¿Elfos? ¿Dragones? Son meras leyendas, señor- respondí seguro de mi mismo.

-No, te equivocas, oestrimnio, hay muchas cosas que los mortales ignoráis porque no queréis verlas…Yo te las podría mostrar.

-¿A mí? ¿Por qué? Yo soy mortal y un acólito druida, sirvo a la Madre.

-También nosotros servimos a la Diosa- contestó él- Mis razones para querer enseñarte son muchas y por el momento deben permanecer ocultas, ¿aceptas ser mi aprendiz, oestrimnio?

Era una oportunidad como nunca se me volvería a presentar en la vida; sí, claro que aceptaba. ¡Oh, gracias! Gracias, Señora de los Mil Nombres y de las Mil caras.

-Acepto, pero me llamo Cyndrwyn, no oestrimnio.

El anciano sonrió enigmáticamente.

-Yo soy Kearan y soy mago.

Me trasladé a un pequeño cuarto situado junto al camarote donde dormía el anciano mago atlante, un lugar que pese a su estrechez era infinitamente mejor que el lugar donde se hacinaban los esclavos. Yo seguía siendo un esclavo pero mi suerte había cambiado. Kearan era un hombre metódico que me obligaba a colocarle por orden frascos que contenían cosas tan repugnantes como babas, ojos conservados en alcohol, pezuñas, piel de sapo, guano… y sus libros que me obligaba a tratar con el mayor de los cuidados, casi como si estuvieran vivos, ¡y quién me decía a mí que no lo estaban! Una vez me atreví a abrir uno, vencido por la curiosidad y si no hubiera sido por Kearan me hubiera visto arrastrado por un torbellino al interior del libro. Me juré a mi mismo que nunca lo volvería a hacer y en castigo el mago me encargó la tarea de alimentar a su mascota, un enorme lagarto con cara de pocos amigos que poco tendría que envidiar a un cocodrilo.

Era feliz y aquello me sorprendía y me dolía porque me parecía una traición a mi gente. Ellos estarían preocupados por mí, pensando tal vez que habría muerto pero lo que aprendía con el mago carecía de precio y nada me importaba. Necesitaba y ansiaba saber y aquel hombre que no era de mi raza era la puerta del conocimiento. Yo grababa en mi memoria cada palabra, cada gesto que el realizaba cuando preparaba un hechizo y él me trataba, generalmente, con bastante consideración. Me ofreció un brebaje para evitar el mareo constante que sufría con el vaivén del barco y me hablaba énicamente en lengua atlante porque según me había dicho en perfecto oestrimnio era la única manera que tenía para aprenderla.

Cuando el barco atracó en uno de los puertos del suroeste de la Atlántida yo me defendía bastante bien en vuestra lengua aunque cuando contemplé por primera vez la Ciudad de Limen Melisses enmudecí, incapaz de expresar con palabras de ningún idioma tanta belleza. Era una ciudad de plano ovalado, construida enteramente en mármol y alabastro con edificios de formas extrañas que jamás se le habrían ocurrido nunca a un arquitecto humano, algunos eran como torres que se elevaban hasta las nubes y que a mí me recordaban a una montaña de tortitas de mármol que se retorcían peligrosamente, otros eran redondos y aplanados como gigantescos caparazones de tortuga; cada edificio era distinto, no había dos iguales. Y la gente… miles de atlantes varones y hembras de todas las edades y condiciones sociales y económicas caminaban por las calles; los seres más hermosos que yo había contemplado jamás.

El mago, un auténtico solitario en todos los sentidos, vivía en una mansión situada sobre una colina en una gigantesca avenida en la que siempre había un tráfico denso de coches de caballos, palanquines, jinetes y viandantes. Yo estaba asustado porque nunca había visto nada semejante. Un día vi un animal de metal en cuyo interior llevaba a un grupo de personas y me asusté como nunca lo había hecho en toda mi existencia; ¿Qué magia maligna era aquella? Kearan me explicó que eran simples vehículos, como los coches de caballos pero yo no le creí.”

******

Waterhouse Ophelia

Cada día Alaida se reunía con la pequeña Perséfone en el Bosque y se pasaba horas y horas jugando con la niña a los juegos infantiles que había enterrado años antes cuando a los diez años le había venido por primera vez la menstruación. Aquella tarde le había bajado el periodo y Alaida no tenía ganas de correr pues se sentía hinchada y le dolía el vientre; necesitaba tomar una de las infusiones de Ceara.

-¿Por qué sangras? ¿Te estás muriendo? - le preguntó la niña.

-Creo que no, sangro para poder tener hijos algún día o eso dicen los sabios.

-No creo que eso sea muy útil, a mí no me gusta la sangre, ¿Te duele mucho?

-Bastante.

-Pero tú no tienes marido, ¿verdad?

-No, Kore, estuve prometida pero él murió.

Los ojos se le llenaron de lágrimas, a estas alturas ella ya tendría que haber tenido un hijo pero sabía que nunca iba a tener uno. Se negaba a traer a este mundo a una criatura para que sufriera como ella. De pronto se imaginó a una criatura con el cabello negro de Anthenor y sus ojos azules y se estremeció hasta la médula de los huesos porque sabía que era una imagen real. Aquello no era un sueño…

Se giró hacia la pequeña Perséfone pero la niña había desaparecido, Diosa, ¿Qué significaba aquello? Tenía que alejarse de aquel hombre y se propuso evitarlo a toda costa, aunque parecía que cuanto més lo evitaba més empeño ponía él en encontrarse con ella y se pasaba horas y horas hablando con su tío Cyndrwyn. ¿De qué hablaban? Lo cierto es que aunque aparentaba indiferencia se moría de curiosidad. Le dedicó más tiempo a Pandora y a sus otros amigos druidas, preparándoles deliciosos pasteles y bizcochos, algunos realmente exóticos, que le había enseñado a hacer su madre. A nadie le comentó nada de Perséfone ni de la niña que tanto se parecía a ella y Anthenor porque tenía la certeza de que no la hubiesen comprendido.

Evitaba a su hermana y al Príncipe Seth con mayor ímpetu que a Anthenor, porque a este último en el fondo de su corazón deseaba verlo, reír con él, conversar con él durante horas de temas profundos y triviales. Cuando el mago-guerrero se acercaba a ella era incapaz de rechazarlo y de alejarlo con malos modos, como había hecho durante los primeros días en su aldea porque él siempre era atento y amable con ella.

Tenía sueños extraños que no podía olvidar durante el día y empezó a ponerse cada vez más pálida y ojerosa. Sus amigos se preocupaban por ella porque pasaba demasiado tiempo vagando por el bosque, un lugar lleno de peligros que ni los propios druidas se atrevían a enfrentar pero Alaida prefería aquello que enfrentarse a sus propios fantasmas. Debería regresar a casa y refugiarse en la rutina de siempre, sólo así estaría a salvo de sentir y de pensar. Debería huir de Anthenor y olvidarse de él, un hombre de otra raza e inmortal.

Debería, debería, debería… sí, debería hacer tantas cosas de las que se sentía incapaz. No podía luchar contra su destino y tampoco tenía el valor de aceptarlo.

Una tarde le colocó las riendas a un caballo y montó sin molestarse a ensillarlo, dirigiéndose a un galope raudo al corazón del Bosque de Estela donde algo en su corazón le decía que hallaría respuestas a sus preguntas. En algún lugar cogió a Perséfone y la colocó delante suyo en el caballo, la niña rió encantada al sentir la fuerza y la potencia del animal bajo su cuerpo, era una sensación incomparable.

Alaida no llevaba un rumbo fijo a pesar de que sabía que encontraría lo que estaba buscando; era una experta amazona y aún en un lugar lleno de obstáculos como los senderos de un bosque oestrimnio cabalgaba con facilidad. Sintió una oleada de amor por la preciosa niña que llevaba entre sus brazos, debía protegerla, pero ignoraba de qué peligros. ¿Quién eres realmente, Perséfone?

El sendero se estrechó cada vez más, como si los árboles que parecían estatuas demoníacas quisieran cerrarle el paso, tendiendo cruelmente sus ramas y raíces. No eran los magníficos árboles del resto del bosque de Estela, había algo deforme en ellos, un halo de maldad que casi hacía temblar a Alaida. Para enfrentarse al miedo le contó a Kore una de las antiguas leyendas que Ceara gustaba de narrarle cuando ella era niña; una leyenda de un valeroso guerrero que se había enfrentado a grandes peligros y al final había sido recompensado por la Diosa. ¿Podría ella esperar una recompensa de la Diosa, ella que todavía no aceptaba que su prometido estuviese en el Sheol, junto con la Reina de los Muertos? Alaida temía aquella cara de la Diosa más de lo que se atrevía a reconocer. Los vivos temían a los muertos y ella sentía un frío gélido, como el que debían de sentir los difuntos en sus tumbas solitarias. Se arrebujó en su capa de lana negra forrada en su interior de pieles de zorro blanco y cubrió con ella también a Perséfone.

-Maldición, qué frío hace…

No pudo terminar la frase porque de repente el caballo se encabritó y las arrojó a ambas al suelo, antes de emprender una precipitada huida. Alaida, dolorida y magullada se levantó, comprobó que su ballesta y su aljaba se hallaban en buen estado y corrió a junto de la niña, que estaba de pie sin presentar ni el más mínimo rasguño.

-¡Oh, Kore!, ¿Estás bien, pequeña?- la tocó para comprobar que no se había roto ningún hueso y le dio un millar de besos en la preciosa carita- Si te hubiese pasado algo…, ¿Te duele algo?

-No, Alaida, estoy bien- contestó la niña- Pero no sé qué ha pasado.

-Yo tampoco, pero un caballo no se espanta de esa manera si no hay un motivo. No te separes de mí suceda lo que suceda.

-Sí -asintió Perséfone- No me agrada este lugar.

-Ni a mí.

Qué extraño, ella que amaba las forestas profundas que había recorrido con su padre, Ceara y su hermano mayor desde que había aprendido a andar, se sentía incómoda e insegura en aquel lugar. Era un lugar maligno y cada vez estaba más oscuro, como si un velo de tiniebla lo cubriera todo y evitara el paso de la luz. Alaida sabía que aún no había anochecido pero buscó en su bolsa de piel una antorcha junto con el hierro y el pedernal para encenderla. La luz pareció hacer más visible la oscuridad, como si esta se hubiera concentrado aguardando al acecho como un animal salvaje a su presa. De pronto escuchó una especie de rugido que no pertenecía a ningún animal que ella conociera y algo la empujó con una fuerza tremenda haciéndola caer al suelo; era una bestia semejante a un lobo. Sólo que no era un lobo, tenía los ojos como ascuas ardientes que brillaban con malignidad profunda. Alaida gritó, se intentó zafar y sintió los dientes clavándose en su hombro, desgarrando su delicada carne. Nunca sabría cómo fue capaz de buscar su daga, regalo de su padre Ragnor, entre sus ropajes y menos aún cómo tuvo fuerzas para clavársela a la bestia. Ésta rugió de dolor y de furia e intentó atacar de nuevo a la joven, la cual se levantó y le dio una fuerte patada en el estómago, aferrando con tanta fuerza la daga que los dedos se le pusieron blancos como la nieve. Entonces, con una rapidez casi inhumana colocó una saeta en la ballesta y disparó a la garganta del animal, el cual cayó muerto al suelo, sin intentar un nuevo ataque. Cayó de rodillas al suelo, incapaz de sostenerse en pie, cegada por el dolor.

-¡Kore!- exclamó. La niña, sana y salva corrió hacia ella y la abrazó con el rostro lleno de lágrimas que se mezclaron con las de la joven.

-¿Qué era eso, Alaida? Tengo miedo- le dijo entre sollozos- ¿Te duele mucho?

Alaida asintió pero por fortuna era el hombro izquierdo; tendría que llevar la aljaba y la ballesta en el hombro derecho y la antorcha no se había apagado. Tenía que curarse la herida pero lo primero era alejarse de allí con Kore. Se levantó y rió amargamente, había estado a punto de morir y había luchado como una fiera para conservar su vida, ella que decía desear la muerte. ¡Qué ironía!

-Kore, si llega a pasar algo, corre, huye, no intentes ayudarme -le dijo a la niña-Prométemelo.

La historia de Cyndwryn:

-“Pronto me acostumbré a vivir en la caótica mansión del mago donde los libros y pergaminos se amontonaban hasta el techo en extrañas pilas y donde había objetos extraños llenos de gruesas capas de polvo que yo limpiaba, leyendo las etiquetas como él me había enseñado a hacer. De nada le servía tener un aprendiz que no dominara la palabra escrita, solía decirme mientras preparaba extraños experimentos en su laboratorio, un lugar que siempre tenía cerrado bajo llave. Y empezó a enseñarme la antigua lengua arcana bajo juramento de que nunca se lo revelaría a nadie. A los humanos les estaba prohibido aprender la Magia Atlante.

-Te preguntas porque te enseño, ¿verdad, Cyndrwyn? Digamos que correspondo a un favor que hace mucho tiempo me hizo cierta hechicera humana- me comentó un día. Yo no pregunté más, Kearan me contará más cuando lo considerase necesario.

Cierto día la relativa tranquilidad en la que transcurrían nuestras existencias se vio quebrada por la llegada de una mujer, una duquesa miembro de la Familia Imperial. Kearan debía tomarla como alumna pues ella estudiaba las artes nigrománticas pero el mago me advirtió que no me acercara a ella bajo ninguna circunstancia… ojalá hubiera seguido sus consejos pero el corazón de los jóvenes es débil y propenso a cometer errores. Ella se llamaba Muirne. Era una belleza alta y esbelta de piel de ébano y cabello negro trenzado en un millar de finísimas trenzas adornadas con diminutos anillos de oro que le llegaban hasta la mitad de la espalda, vestía saris de seda bordados en oro y piedras preciosas de alegres colores y siempre sonreía. Yo adoraba el contraste de sus dientes blancos como perlas con su piel oscura. A su lado qué insulsas eran sus esclavas humanas, que seguían con adoración a su señora a donde ella fuese.

La magia dejó de interesarme y no escuchaba con tanto interés las explicaciones de Kearan pero el anciano mago me recordaba a mi maestro druida. Comprendí que no era frecuente encontrase con un atlante tan viejo como él, los atlantes eran inmortales y alguno, no todos, envejecían muy lentamente como si sobre ellos hubiese caído una maldición o una bendición.

Quizá fuera mi obsesión, el deseo irrefrenable que sentía por ella, pero empezó a parecerme que Muirne buscaba mi compañía y que le agradaba conversar conmigo.

-Ten cuidado, oestrimnio- me aconsejaba Kearan.

Pero yo estaba ciego a sus palabras. Un día me entregó un pergamino en una caja cilíndrica de plata y me pidió que lo ocultase en un lugar seguro, un lugar que no se lo debería revelar a nadie incluido él mismo sucediese lo que sucediese y me hizo jurarlo por la Diosa.

Obedecí sus indicaciones; el pergamino, pese a estar protegido por la caja de plata parecía escocerme la piel. No me atreví a hacerle ninguna pregunta y renové mis tareas cotidianas con mayor Impetu. Kearan me miraba con aprobación porque el anciano mago no podía ver lo que se ocultaba en mi corazón. Kearan solía recibir muchas visitas, no sólo de magos como él con los que intercambiaba conocimientos arcanos sino de personas de toda clase y condición que acudían a él por sus consejos y sus remedios, tales como evitar un embarazo, los polvos de cuerno de unicornio para mantener durante más tiempo una erección, o estudiantes de Hechicería que le pedían prestados libros imposibles de encontrar en las excelentemente bien surtidas librerías y bibliotecas de la Atlántida. Rara vez cobraba por sus servicios pues decía que aquel que domina la Magia posee riquezas incalculables y sus palabras debían de ser ciertas porque él ofrecía generosas propinas a quienes lo servían bien. Aunque mi propio pueblo no daba mucha importancia a las riquezas, me preocupaba ver como entregaba bolsas repletas de monedas de oro con total despreocupación a pilluelos atlantes que iban a los barrios periféricos de Limen Melisses a conseguirle los productos que el mago les encargaba. Kearan experimentaba con algo llamado “electricidad“ una energía que según él movería el mundo en una época lejana…

-No es magia, la electricidad está en la naturaleza, los rayos no son más que energía eléctrica acumulada- decía.

Utilizando aquella electricidad era capaz de mover curiosos aparatos que sólo él sabía para que servían y que para mí eran tan raros como los conjuros de levitación que me enseñaba y que contradecían la ley de la gravedad que él decía universal… era un hombre contradictorio. Tan pronto se pasaba días enteros sin salir de su laboratorio investigando lo que Kearan llamaba la magiacientífica, que en un futuro uniría las dos ciencias en un proyecto común: el conocimiento.

Kearan, como muchos atlantes, tenúa grandes conocimientos de astronomía de astrología, le encantaba estudiar el movimiento de los astros y de la Tierra alrededor del sol. Decía que las estrellas eran soles como el nuestro, que nacían, crecían e incluso morían, ¿Había en el universo mayor tragedia que la muerte de las estrellas? Le entusiasmaba algo llamado Agujeros Negros que a decir verdad nunca pude comprender que eran a pesar de las horas que invirtió hablándome de ese fenómeno del universo.

A Muirne sólo le interesaban los conocimientos de magia de Kearan y cuando se ponía a hablar de estos temas, lo evitaba. Ideas de viejo mago loco, decía ella cuando creía que nadie la escuchaba. La Magia era poderosa, con ella se podía conseguir cualquier cosa que se desease siempre que se la dominase a la perfección. Pero Kearan no dejaba de advertirnos que la Magia era un arma de doble filo y que su uso siempre exigía un sacrificio personal que podía ser tanto grande como pequeño.

-Hasta el menor de los conjuros tiene un precio para el Mago, es una de las condiciones que impuso la Diosa para dejarnos utilizar este Poder y para salvarnos de nosotros mismos, pues todo Poder conlleva a la ambición.

Cada día me convencía más que aquel atlante se llevaría a las mil maravillas con el Supremo Druida del Bosque de Estela, tenía las mismas ideas ligeramente absurdas, que mi maestro druida.”

*****

La tierra se abrió bajo los pies de Alaida y Perséfone, como si se hubiera abierto una boca gigantesca deseosa de devorarlas. Alaida perdió el conocimiento y cuando horas o días más tarde (era incapaz de saber el tiempo transcurrido) volvió en sí se encontró encadenada en una pared de roca húmeda por medio de unos gruesos grilletes y cadenas. Le habían curado la herida del hombro y ya no le dolía pero le habían quitado su daga y su ballesta con el carcaj ¿Y la niña? En la oscuridad no podía ver si Perséfone estaba con ella pero intuía que estaba sola. Gritó y se sacudió intentando zafarse de los grilletes pero lo único que consiguió fue lastimarse y tener una sed horrible, una sed que parecía devorarla por dentro, como si hubiese estado bebiendo agua salada. ¡Oh, con gusto daría cualquier cosa por un poco de agua fresca! Se preguntó si los druidas ya la estarían buscando aunque eso carecía de importancia porque allí, en aquel lugar que a Alaida le parecía el Infierno, no la podrían encontrar nunca. Pobre Tío Cyndrwyn, ¿Cómo les daría la noticia a sus padres y a su gente? Pensarían que ella al fin había conseguido suicidarse y las lágrimas corrieron por sus mejillas.

Se quedó dormida y soñó con un hombre inmortal alto y de cabellos oscuros que decía amarla; a ella, Alaida Luna de Agua, la más vulgar de las mortales, al despertarse gritó el nombre de Anthenor. Escuchó el sonido de un cerrojo al descorrerse y el giro de una llave pesada segundos antes de oír el chirrido agudo de las bisagras de una puerta pesada al abrirse y la luz de una antorcha la cegó durante unos momentos. Era un hombre vestido con pantalones y camisa de un blanco deslumbrante y calzado con botas de piel marrón, llevaba el rostro oculto a la manera de los verdugos con una capucha blanca, con unas rendijas para los ojos y sus manos se hallaban asimismo ocultas por guantes blancos.

Alaida esbozó un amago de sonrisa cínica y una mirada de odio capaz de helar una plantación de trigo en pleno estío. Una voz lejana, cavernosa, ajena al cuerpo físico que la pronunciaba se dirigió a la joven.

-Perseus, Amo de la Luz, os aguarda en el Gran Salón para hablar con vos- A Alaida le sorprendió el tono de cortesía, que consideración para una mujer que había permanecido encadenada en una mazmorra la Diosa sabía cuánto tiempo. Deseá enviarlo al Amenti pero hasta carecía de fuerzas para maldecir. El carcelero (no sabía que otro nombre otorgarle exceptuando términos como “¡Carroña inmunda!”) le quité los grilletes y ella cayó al suelo sin fuerzas.

-Levántate, sólo tendrás una oportunidad, a Perseus no le gustan los débiles, influyen negativamente en el Gran Plan.

El orgullo de más de mil obstinadas generaciones de oestrimnios fue lo que hizo que Alaida se pusiera en pie tambaleándose mientras se mordía el labio inferior hasta que brotó una gota de sangre.

-¿Dónde está Perséfone? ¿Qué habéis hecho con la niña?- preguntó con una voz ronca que no se parecía en nada a su tono habitualmente melifluo.

-No soy yo el que tiene las respuestas- contestó el hombre con indiferencia- Seguidme. Si intentáis cualquier locura moriréis.

Alaida no se molestó en contestar y desesperadamente gritó en el silencio de su mente el nombre de Anthenor. Avanzaron a través de grandes corredoras excavados en la roca, iluminados por antorchas colocadas a lo largo de las paredes y descendieron una serie de escalones estrechos y peligrosamente resbaladizos. No los contó pero bien podían ser más de trescientos, cruzaron amplias habitaciones que eran cavernas naturales y cada pocos pasos que daban se encontraban con hombres y mujeres ataviados de blanco que pasaban a su lado sin mirarlos, como si fueran completamente transparentes. Ella lo agradecía pero no dejaba de preguntarse quienes eran y qué hacían allí porque lo único que tenía claro era que no pertenecían al pueblo oestrimnio y aquel detalle la aliviaba sin saber porqué.

El carcelero de detuvo ante unas puertas de bronce pulido de doble hoja y abrió un lateral; entonces, Alaida se encontró dentro de la habitación más inmensa y deslumbrante que había contemplado en su vida. El suelo era de bronce, las paredes estaban forradas de placas de oro y plata y el techo estaba tan alto que no lo podía distinguir. Al fondo, sobre una plataforma había un trono de oro y piedras preciosas realmente gigantesco y en él estaba sentado un hombre de aspecto albino, ataviado con una túnica alba de edad imposible de descifrar. El carcelero la arrastró hasta él y la obligó a arrodillarse, tocando el suelo con la frente pero Alaida se revolvió y el hombre del trono le dio una orden seca al carcelero, el cual soltó a la muchacha y retrocedió unos pasos, hasta colocarse en un discreto lugar.

-De modo que vos sois la Elegida de la Diosa -dijo Perseus- Esperaba algo de mayor categoría que una niña oestrimnia.

La joven no respondió… elegida, ella no era ninguna elegida, de eso estaba segura. Alguien, posiblemente un esclavo que apareció como por ensalmo le ofreció una copa de agua que ella bebió con avidez; habría bebido hasta veneno si este calmara la sed.

-¿Dónde está Perséfone?- Preguntó Alaida en tono cortante.

-No hemos podido capturar a la pequeña zorra pero todo a su tiempo- contestó Perseus.

-¿Qué hago yo aquí? ¿Qué queréis de mí?

Perseus la estudió con detenimiento antes de responder a las preguntas de la joven. Quizá se había equivocado al juzgarla.

-Realmente no tenéis la menor idea de nada- dijo, en tono compasivo.

Y su risa resonó en la habitación en grandes carcajadas que sólo consiguieron una mirada de indiferencia de Alaida Luna de Agua.

En la ciudadela de Antela, Anthenor se había retirado a sus aposentos para descansar después de la larga tarde conversando con el Gran Druida. Tenía que hablar de unos asuntos importantes con el Príncipe Seth pero en aquellos momentos le apetecía estar sólo Se sentó en una silla de respaldo alto junto al escritorio y se cogió la cabeza con las manos pensando que le iba a estallar.

Y de repente…

Oyó con toda claridad la llamada de Alaida, de su preciosa niña mortal, llamándolo desesperaba. ¡Ella estaba en grave peligro! Se incorporó con el semblante lívido como el de un difunto, incapaz de quitarse de la mente la imagen de la joven torturada de forma cruel… Sabía que ella se podía defender de cualquier animal salvaje y de cualquier hombre. Su poderosa mente atlante abandonó las barreras físicas de la carne y comenzó una búsqueda desesperada.

Valor, Alaida, ten valor pequeña…


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Rita C. Rey. Ananke. ©

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